Mientras la fe sostiene y la esperanza sigue viva, a veces nos aferramos a causas perdidas, en un intento de hacerlas reales y viables. Nos atraen pues nos hacen tener de nuevo un sentido, -a veces equivocado- en nuestra existencia que creemos sosa o zanjada. Aun a sabiendas de las señas de su rumbo, por momentos, realmente creemos que podemos componerlas, que es nuestra misión personal el abrazarlas y con amor, poner orden en el caos que representan. Sentimos el reto que representan aun a cuenta de nuestra propia existencia.
Queremos quebrantar las causas de su propia naturaleza, que tengan un sentido que en realidad no tienen, pues su destino es perderse, desaparecer en medio de la nada. Como un relámpago. Relámpago con vida propia, caprichosa e ilegible. Relámpago que nunca se sabe donde va a reventar, que camino va a tomar, contra quien se va a estrellar. Y como estamos parado en medio de su camino, nos enceguece por un instante, nos golpea de pronto la onda expansiva de su estrago. Nos cuesta volver a ver, pues en los ojos nos queda el fantasma de su imagen. Temblamos de miedo y de cobardía ante nosotros mismos. Somos impotentes y nos vemos reducidos frente a tal fenómeno. Sentimos que algo dentro de nosotros hubiera podido morir, de hecho, fue así. Alguna rama chasqueante nos quemó por dentro y ya no somos los mismos.
Solo queda un luto denso que tiene sus horas y sus distancias que hay que respetar para que se decanten y apacigüen las penas.
Y entonces, al final del desconsuelo, con el tiempo nos llegará el sosiego que perdimos durante la espera.
Nos levantaremos y ya no le temeremos al rayo.
Música para hoy: Piano, mucho piano...
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