martes, 29 de mayo de 2007



"Hay tres cosas que nunca vuelven atrás: La palabra pronunciada, la flecha lanzada y la oportunidad perdida...."
Proverbio Chino

Lo que dijeron las hojas del te


Por alguna razón desatada de mantener vivo lo que quedaba de sus encuentros fugaces y recuerdos furtivos, Elvira Rotundo había adquirido la peculiar costumbre mañanera de tomar te de jengibre y limón. Además, antes de acostarse en las noches, se servía una taza de te verde o infusión de menta. Pero no se lo bebía con el apremio y practicidad con que lo hacía el resto del mundo, sino con todo el culto que Fernando Rey le había enseñado al prepararlo y a disfrutarlo. Y es que por aquellos tiempos, lo único que ellos poseían eran las extravagancias pasajeras de su compañía mutua. Fernando se la pasaba diciendo: Hay que tomar el te con pausas largas, con todo y hojas, para que surta el efecto de vigorizar la salud, enaltecer el alma y calentar las ganas. Y de ahí que Elvira, torbellino recién descontrolado, aprendiera a duras penas el valor de la paciencia infinita y de la espera sin sosiego. Todas los días, con la suavidad ceremonial de una geisha en flor, rasgaba la bolsita del te y vertía el contenido de hojas secas en la tetera con agua caliente. Dejaba reposar la infusión para darle el tiempo justo a que los aromas se asomaran sin timidez. Luego la sorbía, dejando que el calor le entibiara las manos y los labios, como alguna vez lo hizo ese delicioso tormento que le robó la calma de su vida ordenada y la cordura de su mente sólida. De golpe y sin escándalos, Fernando desapareció, pues no pudo soportar el peso de la clandestinidad del querer ni del sacrificio del riesgo, mas ella siguió condenada a los ritos que Fernando sin querer le impuso, como merodear el mercado y soñar con la playa. Las mordaces hojuelas de jengibre le picaban la garganta y le rasgaban las memorias. Pero las heridas del corazón sanan deshilachando los recuerdos y no poniéndole vendas al olvido.

Alguna vez, Elvira hasta llegó a pensar que podía leer su destino en las hojuelas del te, pues en ellas veía lo que anhelaba ver, lo que le clamaban las entrañas que se le iban vaciando como un reloj de arena roto. Tomaba la taza y vertía en el platillo lo poco que quedaba del líquido, dejando algunas hojas nadando al libre albedrío de lo que el destino le deparara. En las paredes de la taza, como las formas que se ven en las nubes, se dibujaban amantes abrazados, brillaba el sol, moraban olas de mar y caracoles de colores. Y ella seguía soñando y esperando. Hasta que un día, con el cansancio indiferente que ya no da tregua, se asomó al pocillo y en el líquido claro sólo flotaba una masa sin forma que ya no le hablaba. Entonces, en el silencio, comprendió que sus ganas de Fernando se le habían convertido en un fantasma de los tiempos pasados que nunca llegaron. Lloró sin freno hasta que los ojos, las manos y el cuerpo se le secaron, como se le apergaminan a quien lleva el luto sin perdón a cuestas.

La mañana en que se le desgastó el afán, Elvira despertó con el Sol y ya no sintió sed de brebajes ni hambre de sueños. Siguió merodeando por su vida de infusión hervida, pero no intacta.

domingo, 27 de mayo de 2007

Pausa


Silvia sostenía la taza de té entre las manos, cerca de su cara. Palpaba el calor a través de la lisa cerámica pintada con una graciosa escena navideña de venaditos y pinos decorados. Soplaba el líquido para enfriarlo un poco, probando lentamente su dulzor sin realmente sentirlo, mientras miraba desde la ventana de la cocina al vacío más allá del jardín. Una nerviosa ardilla saltarina buscaba nueces en la nieve joven. Las nubes invernales jugaban a las luces y a las sombras con el escaso sol sobre la alfombra escarchada que cubría el jardín. La vida afuera giraba y revoloteaba al son de las estaciones, pero, adentro, el mundo de Silvia se había parado en seco. La autística y nívea mente de Silvia se convirtió en una pantalla donde se proyectaban imágenes mientras hacía inventario de los capítulos que componían su historia.

Las decisiones trascendentales en su vida, las había tomado a veces con la cabeza, otras con el corazón, y muchas con la deriva de la omisión, pero aprendió a vivir con sus consecuencias. Había recorrido escarpados y sinuosos caminos que la trajeron hasta su presente. Llenó los huecos de su alma con parches de estabilidad y orden. Flotaba en mareas que iban y venían, y últimamente se paseaba a través de una vasta llanura, suave y amplia, arrullada por monótonas cadencias cotidianas. El bebé dormía plácidamente en la cuna de su habitación, decorada con exquisito gusto en colores pasteles, con ositos de peluche y una cuna principesca. Su hija de 15 años llegaría en cualquier momento del colegio; su hogar era espléndido: el lujo de las decoraciones de Navidad quitaba el habla, las compras de comida estaban en la alacena; la ropa, meticulosamente lavada, doblada y guardada en sus respectivas gavetas y armarios, las cuentas pagas, la cena lista; tenía un marido ejemplar, un apartamento de playa envidiable, carros de lujo, viajes frecuentes: tal como ella lo había planificado, su vida estaba en perfecto orden. ¿Pero realmente lo estaba?

Por lo menos era lo que ella había creído hasta hacía unas horas atrás.

Nunca mas había cuestionado su equilibrado estilo de vida, ni sus gustos caros, ni sus múltiples roles, ni sus límites femeninos. Nunca más se había preguntado si había algo más allá, afuera, que no fuera vivir seca, tibia y segura. Pero ahora, su pasado hervía a fuego lento, muy adentro. Había doblado y guardado, prolijamente las cicatrices de recuerdos, memorias tatuadas a fuego.

Fue un día cualquiera, particularmente gris y frío, que una llamada telefónica de un fabuloso fénix, le abrió una fisura, sellada por siglos, le arrebató el aliento y le devolvió el miedo por la locura apasionada.

La implacable traición de la sorpresa hizo que le flaquearan las palabras y las rodillas. Pero recuperó la compostura y ambos se pusieron al tanto de sus presentes; que si cómo estás, que si trabajas, que si cuántos niños tienes, qué edades tienen, como si fuese una encuesta condensada de información perdida a través de los años.
Repentinamente, cambiando el tema él preguntó:
-¿Recuerdas nuestra pausa?
- Si, con toda mi alma. –contestó ella, sin censura.
-Sabes que hay cosas que suceden en una sola vida y hay cosas que suceden en varias. Quizás nos encontremos en la próxima.
-Así es, será en la próxima vida.

Fluyeron promesas de hablarse pronto, de encontrarse para tomar un café conversado, de reunirse en nombre de los viejos tiempos. Pero sabían que eran corteses mentiras, que no sería posible verse sin que se desmoronara la voluntad, cara a cara con lo vivido.

Silvia colgó el auricular y su mente se desparramó en visiones fragmentarias a ese lugar lejano donde moró la pausa. El tiempo había sido benigno con las memorias, las preservó con minúsculos detalles. El manantial de recuerdos roturó la tierra de su corazón y los instantes que creyó olvidados y enterrados, comenzaron a manar a borbotones. Él la pintó de delicadas caricias, la perfumó de tenues besos, la bebió a pequeños sorbos, la penetró de promesas y la marcó para siempre. Brillaron en su mente las escenas de humedades compartidas. Volvió a saborear los deliciosos aromas de lo prohibido. Escuchó a lo lejos las melancólicas notas de un piano, así como el revoloteo de su propio corazón ligero. Se encontró sonriendo al recordar las suaves vibraciones de la clandestinidad. Resultaba tan real la última imagen que tenía de él, cuando le susurró desde la distancia y ella leyó en sus labios ese “Te Amo”, que la pulverizó en millones de átomos que se dispersaron en la nada. Incrédula, le bromeó, quizás como medida de supervivencia emocional o quizás por miedo pactar con su destino. Fue algo que resentiría el resto de su vida.
Y es que nunca se sintió pecadora, ni aún cuando se calmaron las aguas y se terminó de asentar la pena y la culpa. Siempre supo que el destino conspiró para que esas dos almas y cuerpos vivieran noches de insomnio y días de amor. Jamás hablaron de uniones eternas, porque vivieron en un Universo paralelo, donde el tiempo y el espacio se detuvieron para escribir una historia ajena a sus realidades. Ambos cedieron a los caprichos del azar y ya nunca fueron los mismos.
Mil preguntas rebotaban dentro de su pecho. ¿Qué hubiera pasado si hubiese dejado todo esto? ¿Dónde estaría? ¿Sería más feliz o habría sido desdichada? ¿Estaría menos segura, pero quizás más viva? Y no eran remordimientos; sólo eran preguntas, como esquirlas revueltas por causa de una sola llamada, de una sola voz.

Un pequeño tarugo en la garganta y de repente, en su soñar despierta, irrumpió su hija como un pequeño remolino, con algún problema de magnitudes adolescentes y esfumándose el recuerdo cual tenue nubecilla, Silvia aterrizó en su presente y amada realidad. Sosegada y dulce, sonrió apretada ante la pueril reacción de la niña; le tomó de la mano, la abrazó sin articular palabra, y desde los espacios secretos de su corazón de madre, le deseó que algún día tuviese la dicha de albergar la tempestad de una pasión que arrastra de golpe a los confines del Cielo y del Infierno; que la viviera intensamente y después, sin arrepentimientos, fuese capaz de dejarla partir, para poder ser feliz.

sábado, 26 de mayo de 2007

Genesis


Y en el séptimo día, Dios hundió las manos en el barro y el lujo terrenal de la greda le revoloteó en las entrañas. Al principio era sólo arcilla, una mera forma elemental, pero el revoltijo nació del universo mismo y cobró existencia que vibró bajo sus dedos. Y entones, Ella creó a Eva a su imagen y semejanza, ígnea, pétrea, fuerte.

Pero, Adán…!Ay! Éste Adán que se asomaba del amasijo..., éste Adán era otra cosa.


Con manos y tembloríos, Ella moldeó los contornos del monolito de fuerzas primitivas a ojos cerrados, pero con el alma abierta. Con la paciencia de la lluvia infinita, las líneas de su escultura se definían suaves y le dejaron huellas imborrables. No usó herramientas, no se le fuera a extraviar el tacto de lo vivo. Trabajó su talla plástica, descubriendo en la imagen oculta, la comunión de los elementos en la roca amalgamada con agua que a fuego emergería para ella, mientras le daba el soplo de vida que tanto le urgía. Temeraria, rozó por última vez los pliegues húmedos y aspiró el perfume de la tierra que la anclaba a su dueño mineral. Se limpió las manos y la embargó la nostalgia inmisericorde de lo terminado, sintió la soledad del tacto y padeció el olvido de la creación. Y en el abismo inflamado de la piedra, Adán susurró desde su pedestal, llamándola.

viernes, 25 de mayo de 2007

...Esos puntos suspensivos...

"A veces unos puntos suspensivos a tiempo resultan más profundos que un verso archipensado.»"
Gabriel Celaya (1911-1991)

¡Ah! Esos puntos suspensivos….contienen el encanto del sigilo, donde rueda desbocada la imaginación, donde las palabras sobran, y encierran todo el significado precisamente en su silencio, en su vacío.
Son la pausa breve como el espacio entre dos latidos….

miércoles, 23 de mayo de 2007

Writer's Block

Hoy tengo la mente en blanco, como el papel en que escribo.
La pantalla de mi computadora es un gran ojo que pestañea, esperando que se me acabe la cordura y comience a teclear.
De mi pluma que, emocionada echaba chispas de colores al escribir mis cuentos, solo queda un fosforito chamuscado y triste.
Como todo, debo esperar a que las musas vuelvan de sus vacaciones., pero….

¿Y mientras tanto, que hago?

lunes, 21 de mayo de 2007

Pensamiento de la semana


Semana del 21 al 27 de Mayo

De mi pacto de silencio:


Hoy comienza mi pacto de sigilo conmigo misma y con el mundo.

Guardare un minuto de silencio por lo que fue y por lo que no fue, por las fugacidades que no volveran, por los momentos vividos y saboreados, por los seres queridos que ya no estan conmigo.

Amordazare mis deseos de ver el futuro, pues he soñado en vez de vivir.

Omitire cualquier comentario y me limitare a ser testigo silente de todo lo que me rodea, sin turbar el flujo de mis designios.

Bajare el volumen de mis angustias nocturnas y sus efectos colaterales.


En fin, con firme proposito de enmienda, callare por dentro todo cuanto me fatiga y me consume.


El Angel Dormido


Arrastrando el peso de mi destino, camino despacio bajo una serena seda negra que lo envuelve todo con una nebulosa calma. Me mandaron a llamar con un mozuelo asustadizo de piernas flaquitas y rodillas protuberantes que me miraba de reojo, tratando de no darme la espalda mientras avanzamos por la senda adornada de cipreses, cuales erguidos centinelas de los secretos de la noche. Cocuyitos lejanos son las estrellas y una etérea brisa sisea en las ramas de los árboles que bordean la plaza del apartado pueblo de mil doscientas almas, anidado en la ladera de la montaña. Todos sueñan en estas calladas horas y el impenetrable silencio se ha asentado como el polvo en las estrechas callejuelas empedradas. La señora llorosa y gris, sembrada cual pálida estatua, inmóvil me espera allá en el portal de la casita de paredes de cal y tejas de barro. Una caprichosa buganvilla se enreda en las rejas de una de las ventanas laterales de la casa y el portón que da al huerto baila con el viento dando golpes huecos. A lo lejos, se escuchan intermitentes ladridos. Sólo el Cielo sabe lo que he tratado de demorar mi llegada, pero finalmente me quito el sombrero con una pequeña reverencia de pésame y sin mediar palabras, sigo a la mujer hasta la puerta entreabierta y penetro en una apretada tiniebla. Los graves trapos negros que cubren las ventanas y los espejos, anuncian luto profundo y el desconsuelo cuelga en la penumbra del recinto. De aquí, se fue un alma al atardecer, cuando el cielo de una sola estrella se tiñó de lilas y naranjas. Cada vez que me encuentro con la muerte, me invade una extraña intimidad y me aturden los opacos olores de duelo, a los que nunca me acostumbraré. Un grito callado me aprieta el corazón y lo exprime hasta dejarlo seco.
La densa oscuridad de la sala, como el camino por el Purgatorio, se ve apenas cortada por una fina claridad al final del pasillo. Una tímida lámpara de querosina baña de cálida luz el cuerpo de un ángel dormido, que me espera recostado sobre la burda y desgastada mesa campestre de la cocina, donde ejerceré mi tarea. Es un ángel, no hay duda, sólo que aún no le han brotado las alas.
Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Teresa. De trigo son sus finos bucles y su tez de azucenas se iguala a la blancura de su camisón bordado de pequeñísimas flores. Sus ojos de largas pestañas rubias de encaje, casi invisibles, y que fueron azulmente diáfanos, se han cerrado para siempre. Sus labios algo violáceos y de líneas descendentes, le imprimen un aire gélido con matices de tristeza. Lánguidos gladiolos son sus manos como las que adornan las ofrendas florales que cubrirán su ataúd. Este frágil cuerpo fue el templo de un alma pura que ahora reposará en su oscura y solitaria morada final. Dicen que murió de mal de amores; que se extinguió como una velita al viento, porque su amado se fue lejos a la guerra, con eternas promesas de desposarla y nunca más se supo de él. La soledad de una viudez prematura en éste insignificante pueblo fue algo que no pudo soportar. Y es que la muerte también es un asunto solitario. Yo lo sé, porque La Parca es mi única e inseparable compañera. Se asoma a diario sobre mi hombro y me susurra reilona, escudriñando atentamente todos mis movimientos mientras trabajo. Por ella, nadie me quiere cerca, más de lo necesario, porque creen que soy una criatura rara, como un enfermo con algún mal contagioso. ¡Cómo si fuera yo el que trae la desgracia! Sólo soy un honesto hombre de oficio. Hago lo que tengo que hacer. Por mis manos pasan hombres, mujeres, niños, alcaldes y mendigos, monjas y prostitutas, ricos y pobres, todos allanados al mismo nivel. Las almas son iguales, todas sublimes a los ojos de Dios, y mi humilde tarea de tratar de preservar la perfección de sus cuerpos, la conduzco con infinito y ceremonial respeto.
Mirando a éste hermosísimo ángel bajo la luz de las velas, descubro en sus facciones una infinita y dolorosa dulzura que nace del primer y único amor. Con profunda melancolía, comienzo mi lento y paciente ritual de borrar la muerte de su rostro, sin profanar su espíritu; enmascaro infinitas pesadumbres, hasta la mía propia, que me rasga una y otra vez, como si yo fuera uno de los deudos. La señora sembrada en la esquina, llora y mira. Abro mi maletín de cuero negro de bordes y manija raídos por el tiempo y la labor. En él, guardo celoso, secretas esencias pasadas a través de las generaciones, que mezclo con agua tibia para lavar su cuerpo que ya no sufre. Lentamente, palmo a palmo, seco sus brazos, piernas y torso con almidonadas toallas blancas y unto óleos en su delicada y fina piel, hasta que despide un brillo casi sobrenatural. Con un brochita suave, aplico polvos rosas para devolverle la calidez a sus mejillas, carmín para sus labios de muñequita. Ato sus dorados cabellos en una larga trenza pueril. Un sencillo vestido rosa con zapatillas que hacen juego, un lazo de satén atado al cabello y un pequeñísimo corazón de oro que ella pidió llevar sobre su pecho antes de morir, hacen amable honor a su virginal candidez.
En su presencia, me parece escuchar su clara risa sonora, presiento sus sueños no cumplidos y su devoción por el ser amado.
Al lado de la mesa, reposa la básica caja de pino fabricada por Don Luis, el carpintero del pueblo, quien laborioso trabaja la madera, convirtiéndola en artículos necesarios a lo largo de una mortal vida, desde cunas para los recién nacidos hasta ataúdes para lechos finales. Ligera como un suspiro, la alzo con dócil suavidad y la acuesto dentro del cajón. Coloco sus manos que rodean una cruz y un rosario, sobre su claro pecho y la cubro con el manto de lino que recorre el interior del ataúd. La garganta se me seca y se me hace difícil tragar al acariciar su frente por última vez. La cabeza se me torna liviana y el corazón pesado ante este divino ángel que abandona la Tierra porque Dios la quiso a su lado.

Enmudecido sigo a los hombres de la familia, quienes llorando como críos, levantan el cajón y lo llevan a la sala de la casa acondicionada como capilla ardiente. Allí, mil velas le indicarán a Teresa el camino al Cielo, donde brillará para ella la Luz Perpetua. Los parientes van llegando incrédulos al enterarse de la noticia. Se acercaran a verla y sonríen, atragantados de dolor. Arrugados y húmedos pañuelos se enredan en sus dedos que se aferran al borde del cajón.
- ¡Mírala, parece como dormida!- alguien comenta, secándose las lágrimas.
- ¡No, es una muñeca de porcelana! – dice el tío.
- ¡Qué bella quedó! – responde la comadrona que la vio nacer.
Invisible en la oscuridad, tras las coronas de flores, se enciende una chispa de orgullo dentro de mi achicado pecho triste. En el fondo, estoy agradecido por la misión que me tocó cumplir.
- Duerme, mi hermoso ángel y que Dios te tenga en su Gloria. Descansa en Paz. Amén.- apenas puedo susurrar.
Silencioso, me deslizo al jardín y cierro tras de mí la puerta de la casita, y sin que nadie note mi ausencia, desaparezco envuelto en un manto de niebla solitaria.

Y así debe ser, hasta que me llamen de nuevo.

sábado, 19 de mayo de 2007

De Sor Juana Ines de la Cruz

CONTIENE UNA FANTASÍA CONTENTA CON AMOR DECENTE
Deténte, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.

Si al imán de tus gracias atractivo
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero,
si has de burlarme luego fugitivo?

Mas blasonar no puedes satisfecho
de que triunfa de mí tu tiranía;
que aunque dejas burlado el lazo estrecho

que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos
y pecho si te labra prisión mi fantasía.

jueves, 17 de mayo de 2007

De quien es la culpa?

No es mio....pero es como si lo fuera....

¿De quién es la culpa?
La culpa es tuya… por acercarte a cada instante y hacerme flotar en una nube…
La culpa es mía… por cerrar los ojos y dejarme llevar…
La culpa es tuya… por invitarme a otra copa, apurando las reservas sin reservas…
La culpa es mía… por escuchar tus secretos y hacerlos míos…
La culpa es tuya… por buscar mi risa con cada palabra…
La culpa es mía… por encontrar en tus ojos la mirada que había perdido…
La culpa es tuya… por no tener sustituto…
La culpa es mía… por querer tatuar los momentos que están por llegar
¿De verdad importa de quién es la culpa? La culpa es mía por poner la primera piedra…

martes, 15 de mayo de 2007

El Presagio del Baul Invisible

Y, sin embargo, espero. Y el tiempo pasa y pasa.
Y ya llega el otoño, y espero todavía:
De lo que fue una hoguera sólo queda una brasa,
pero sigo soñando que he de encontrarte un día.
Y quizás, en la sombra de mi esperanza ciega,

si al fin te encuentro un día, me sentiré cobarde,
al comprender, de pronto, que lo que nunca llega
nos entristece menos que lo que llega tarde.

José Ángel Buesa

La última claridad de la tarde de océano, acaricia la casita que parece de muñecas y se filtra por la menuda ventana redonda, ojito que contempla el horizonte de azul y verde, de mar y selva. Subes lentamente al desván por las escaleras de madera despintadas por el paso inadvertido de las horas y los peldaños protestan aun bajo tus tenues pisadas. Un rumor distante de olas mece las palmeras en cadencias caribes y te va arrullando hacia las inhabitables cavernas del pasado. Comparsas de motas de polvo bailan en la luz y las volutas del incienso del tiempo le van concediendo al recinto una vida casi sacra. El haz luminoso desciende a través del espacio y se deposita como ave mansa sobre el baúl, cubierto de una densa costra de olvido, ese arcón que abarrotaste de recuerdos arrumados, ese portal hacia una dimensión de tu vida que guardaste hace muchos años, cuando aun te vencía la urgencia y te traicionaba la imaginación, cuando soñabas al amor y jugabas a las escondidas con las esperanzas. Lo abres con reverencial ilusión y suave diligencia, mientras te baña el éter sutil de las esporas milenarias y del inquieto aroma del ayer, ese, el del fuego en la piel y latidos en las entrañas. Miras en el silencio de tus memorias, cómplices de tu condena, y tu perfil plomizo rebota de los cristales antiguos rescatados del abandono, devolviéndote una sonrisa con la música interior de quien tiene el claro propósito de recordar sin tregua ni descanso. El néctar gélido de tu copa de Pinot Grigio, te inunda a ráfagas, a las que te rindes sin explicación alguna, pues ya hace muchos años que dejaste de buscar lógicas; yo fui el espejo incomprensible de tus temores de sucumbir a delicias recién descubiertas, cuando reproduje a escala mis sueños en de los tuyos. Necesité mucho dolor para no sentir el vacío que me dejó el desorden voluntario de minutos que nos inventamos. Pero en el afán de mantener el sosiego postizo, olvidaste que te amé con irresponsable abandono.
Ahora toda tu vida está apelmazada ante ti en las quebradizas cartas amarillas, sombreada en los dibujos de muñequitos de colores y caligrafía inocente, anudada en los rulitos de querubines rubios-hijos de tus hijos-, retratada en los álbumes de fotografías carcomidas por el salitre de los ciclos. Pero las circularidades alucinatorias de las memorias que no puedes tocar, están ahí, escondidas en el baúl secreto de tu espíritu y vuelven para acosarte como el aullido de un espectro. Esos recuerdos -los de la risa que me repicaba desde el alma cuando me tuviste por completo, los de tu pasión que impregnaba mi vientre de tus besos, los de mis deseos torturados por tus temores-, se te quedaron pegados en la piel, mientras todo lo demás siguió en su santo lugar, sin prisa ni ansiedad. Pero al final, tratando de recuperar las horas que se te extraviaron, regresas a tu centro, a éste sitio que en algún momento imaginamos, a éste mar cristalino de sirenas que nos hechizaron con su breve canto, a ésta franja infinita de arenas blancas y de palmeras bailarinas, a ésta casita de colores pasteles en el Caribe de tus sueños y de los míos, donde renacimos en un breve instante y donde terminarás de vivir sin más cárcel que la de las ánimas de nuestro amor tardío. Hoy, en medio de las barreras derrumbadas por el tiempo y la distancia, comprendes lo temerosos que fuimos de pactar con nuestra ventura, con nosotros mismos, seres adictivos de un querer nada convencional. ¿Quién dijo que era ilícito sentirse, soñarse, amarse? La intimidad de nuestras imaginadas caricias fue sagrada. La familiaridad de nuestros presentidos encuentros fue divina. Fuimos templos humedecidos de apetitos, santuarios que palpitaron de afán. Poseíamos de un lenguaje propio, lleno de ideas y de fantasías, de ligerezas y de profundidades, de todo y de nada. Jugamos a las palabras mágicas que solo nosotros entendíamos y que nos atraparon en un remolino sin coherencia aparente. Dominamos de lejos la magia del sol que, escondiéndose en el poniente, nos abrasó con su calor eterno. Lamiste suave las perlas liquidas con el dulzor del coco que se deslizaron por mi piel, me acariciaste apenas en la brisa salobre y como arenas del tiempo desaparecimos enlazados en las olas. Temblaste y yo también temblé, pero no de frío ni de pavor, sino ante la promesa lejana de labios juguetones, que exploraron cada centímetro, que buscaron, que encontraron. Fuimos cóncavo y convexo, ardor y paz. Fuimos tempestad, pero las latitudes nos volvieron calma. Nos tanteamos, como ciegos en la oscuridad, para rastrear en nuestras grutas algo que habíamos perdido en el caminar de nuestras vidas diarias. Jamás hablamos de uniones eternas, pues albergados en nuestro fugaz Universo paralelo, fuimos materia de emociones frenéticas, donde todo perdió su cotidiana dimensión y donde olvidamos nuestras dualidades en la playa llena de estrellas. Siempre esperamos que el destino acudiera en nuestro auxilio para vivir noches de insomnio y días de amor, pero ese afán endemoniado de no revolver el orden establecido de las cosas, nos consumió como el fuego que todo lo acaba por calcinar.

Y ya ves, al final, no se sabrá quién escribe éstas líneas, si tu o yo; y si soy quien las escribe, no se si están destinadas para ti o para mi. Dispersos quedan nuestros huesos marrones y caminos bifurcados por los aspavientos de un azar que no enfrentamos. Nunca sabrás que ando por ahí, vagando con mi cofre de memorias a cuestas, aguardándote; mientras tú, en alguna ribera marina en Belice, aun me esperas, hurgando en tu propio baúl invisible.

Tres Viejas Amigas

A Annette y Xiomara, mis viejas amigas

Eran tres sabias ancianas entrelazadas en historias. Sus memorias se comenzaban a encoger, arrugándose hasta perderse como apretadas bolitas de papel y las venas acartonadas de sus cabezas hacían difícil que fluyeran los recuerdos. Pero los que aun pasaban por el imperceptible hilillo sanguíneo que alimentaba al cerebro, estaban grabados por el fuego de la amistad eterna. Se llamaban Emilia, Ana y Sara, sus edades sumaban la de Matusalén y se conocían desde tiempos ancestrales. Habían sorteado la vejez con gloria y la viudez con gracia, y siempre fueron muletas mutuas cuando flaqueaban las piernas y el alma de la otra. Habían transitado los inmensos placeres y las atragantadas angustias de levantar familias, pero había valido la pena. Juntas bebieron vino hasta el límite de la sobriedad y conversaron decididamente hasta el abismo de la mudez. Y aunque estaban rodeadas de hijos y nietos, con el pasar de los años, ellas se fundieron en una sola mujer.

Se habían vuelto encorvaditas por el peso de las eras y caminaban despacio, porque ya la velocidad del mundo no les hacía falta. Las sienes se habían cubierto de plata, y aunque durante años escondieron las canas con pudor, ya tampoco constituían un problema de índole estético, pues placenteras enmarcaban su amable rostro. En cada arruga de su piel se anidaban leyendas apacibles, anécdotas cotidianas que llenaron sus espacios. Ahora, sus vidas revoloteaban alrededor de ellas mismas, pues sus hijos estaban absortos en sus propios asuntos y caminos.

Se reunían en un pequeño café situado en una tranquila calle bordeada de almendros, en un rito cotidiano de espantar las soledades y avivar las memorias. Todas las tardes a la misma hora se sentaban en mullidos sofás en torno al café y galletitas servidos en delicadas tacitas floreadas que invitaban a la tertulia desparramada.

Afuera, las hojas de otoño caían de los árboles como confetti multicolor en Carnavales, volando en amarillos y naranjas y la brisa siseaba fresca y agradable por entre las ramas. Dulzores de capuccinos y pasteles de canela impregnaban el local, donde cálidas lámparas Tiffany alumbraban con su arco iris las animadas conversaciones de los clientes. El piso de madera, forrado de alfombras de imitación persa desgastadas por el tiempo y las pisadas, le daban al sitio un sabor inequívocamente bohemio y perenne. La regordeta y risueña mesera de delantal almidonado, de pelo ensortijado y coloridos aretes de gitana, pintaba los carteles del Espacial del Día con tizas pasteles. A través del ventanal que daba a la calle, como el vidrio de una pecera, se gozaban escenas de parejitas que paseaban a sus perros, hombres de negocio con celulares engomados a las orejas y niños que jugaban a la pelota. En el café siempre se podía escuchar campanitas y flautas de la Nueva Era, que relajaban los sentidos e motivaban al descanso. En resumen, era un espacio para consentirse y ser consentido.

A las cuatro en punto, tintineaba la campanilla de la puerta del café. Primero llegaba Emilia, siempre pendiente del tiempo. Se sentaba en el sofá de chintz floreado, casi reservado para ella y sus comadres, ponía su bastón a un lado y pedía un chocolate blanco caliente, de esos decadentes y calóricos alimentos para el alma y para las caderas. Esperando a sus amigas y a su bebida, pensaba en la próxima pieza que iba a escribir, ya que ser su manera de atrapar y aferrarse a las memorias, no se le fuesen a escapar. Últimamente había perdido muchas cosas: las llaves, el paraguas, la visión, la cordura. Debía anotar todo para que no se le diluyeran las historias en la nada. Se preocupaba en demasía, pero al rato ya se le había olvidado la razón de su angustia.
Diez minutos más tarde, llegaba Ana, se quitaba el coquetísimo sombrero de fieltro bordado de florecitas lilas y el abrigo que le hacía juego y los guindaba en el perchero victoriano. Se alisaba el vestido y levantaba el mentón para verse más erguida que torcida. Su espigada elegancia borraba la andadera en la que se apoyaba para caminar. Toda la vida sometida a dietas redundó en que ahora a los ochenta y tantos años su figura era como cuando tenia sesenta.
Sara, siempre en movimiento, siempre pensando que hacer, llegaba de última, pues su casa estaba llena de gatos que alimentar y de violetas que cuidar con dedicado fervor. Se inventaba múltiples proyectos de bricolaje, algunos que acababan enmohecidos en el sótano y las paredes tenían más capas de pintura que la Capilla Sixtina.
Se saludaron, entre halagos y críticas, prestas para la conversa.
-Bueno, ¿y de qué vamos a hablar hoy?, preguntó Emilia.
- De que más, boba, de los maridos; siempre hablamos de los maridos, respondió Sara, sacudiéndose los pelos de gato de la blusa.
- ¿Ya vieron las ofertas que hay en El Corte Inglés? , comentó Ana, hojeando el catálogo que acababa de recibir por correo.
- No, ni me interesan, replicó Sara. Además todo esta muy caro. Y esos precios son en Euros, mijita.
- ¡Ay! Maridos, evocó Emilia. La verdad es que eran buenos. Jodían, si, pero no nos podemos quejar, especialmente de mi Nicolás, tan cariñoso y grandote.
- Si es por bueno, nadie mejor que mi Mariano, respondió Sara. Era el marido más perfecto del mundo. Atento, trabajador, arreglando la casa, pendiente de mí. Pero yo siempre decía “viví con él” ¡Cómo lo extraño!
- A decir verdad, también Massimo fue buen esposo y padre; un poco locuaz, pero me hizo reír con sus ocurrencias, por eso me enamoré de él. Aunque me traía harta con la cocinadera. ¡Pasta, pasta, pasta, todos los días! ¡Todo fresco, todo listo, nada de recalentar comida!. Y ahora… casi ni cocino. ¡Ojalá tuviera alguien a quien cocinarle! Melancólica Ana sorbió su té, mirando al vacío.
- Puedes cocinar para mí. La comida que hace mi hija Verónica es horrible. No se como sobreviven mis nietos. Ella es especialista en comida latina: solo latas, replicó Sara soltando la carcajada.
- Esto parece un concurso de maridos. El mío es mejor, no el mío, no el mío, se burló Emilia. Ahora, se trata de nosotras, de lo que siempre quisimos hacer, ¿cuáles son tus sueños, Sara?
- Ay, chica, ya se nos acabó el tiempo. ¿Qué más vamos a hacer? Estamos muy viejas para cualquier locura.
- ¿Por qué no hacemos un viaje?, se le ocurrió a Emilia, con el rostro iluminado.
- ¿Tú como que te volviste loca?, respondió Sara, mirando acusadora a una galleta de chocolate.
- Sara, vieja decrépita, no quieres hacer nada. Vamos de compras, dijo Ana.
- Y tú, vieja enclenque y coja, gastando plata y loquita por ese doctor alemán.
- ¿Qué doctor alemán?
- Ese Alzhaimer, pues. ¿No te da vergüenza, con nietos y en esas vainas todavía?
- Bueno, bueno, dejen la pelea, intervino Emilia. Hagamos un crucero. Yo siempre quise volver al mar. Botaremos la casa por la ventana. Nos controlamos unos jovencitos, como de sesenta que nos lleven a bailar. A ti te gustaba bailar, Ana. ¿Desde hace cuánto que no bailas? ¿Desde principios de siglo?
-¡Ay, si! Merengue, salsa, rumba pareja. Me encantaba, reía Ana y hacia palmaditas.
- Quedamos entonces que nos vamos mañana mismo, sentenció Emilia.
- Caramba, dijo Ana, creo que no me da tiempo de hacer maleta y dejar lista la comida a mi canario. Es muy exigente ese bichito.
- Tú y tu bendito canario. Un día de estos me llevo a mi gato Brutus a tu casa para que se coma a esa rata emplumada.
Se quedó callada un rato y luego continuó.
- Bueno, pensándolo bien yo tampoco voy a poder ir mañana ya que tengo que ir a la peluquería y a que me hagan la pedicura, contestó Sara
- Está bien. ¿Lo dejamos para otro día?, resignada dijo Emilia.

Como siempre, terminaban de acuerdo, pues su hermandad sobrepasaba los límites de cualquier disputa. Sorbieron el café en silencio. Ana remojó su galleta en el té de vainilla francesa, pues estaba demasiado seca para su dentadura postiza. Suspiraron con miradas perdidas y durante un rato se quejaron de sus achaques. Ana odiaba su cadera floja y su andadera torcida, pues la hacia ver gorda. La mano de Sara estaba atacada de artritis y casi no podía pintar las paredes de su cuarto, ésta vez de verde manzana y a Emilia se le dificultaba leer ni escribir por el velo brumoso que le comenzaba a cubrir los ojos.

Una hora después, pidieron la cuenta a la mesera regordeta y se despidieron con un beso en la mejilla manteniendo la fortaleza de espíritu y su infinita amistad. Salieron del local en una lenta caravana temblorosa, como las Tres Reinas Magas en sus camellos, a través de las dunas del desierto. Pero al día siguiente, sus recuerdos y sus sueños les volverían a dar sentido al resto de sus vidas en el pequeño café de la calle tranquila bordeada de almendros...

El Reino de las Sensaciones


Al romper el alba en el Sahara, la sutil fragancia del café recién molido le absorbió los pensamientos como ávida esponja que traga acuosidades. Su mirada se paseó por los contornos de las dunas infinitas, y con lentos sorbos, disfrutó el despertar de sonidos y de esencias que traía el viento a través del cielo de una sola estrella. Esclava mora de mirada cierta y sonrisa definitiva, buscaba desmadejar su vida tras de los muros del harén y bajo la carpa nómada, pues el tiempo ya no le pertenecía, ya no le obedecía. ¡Qué más hubiese querido que su dulce carcelero, la completase en ese íntimo momento tan suyo! ¡Si tan sólo pudiese controlar su destino- descifrar, por una noche más, el enigma de su existencia! Enigma de respuesta arcana y sencilla, pues las hechiceras compartían el secreto desde los tiempos anteriores a las pirámides. Y aunque los geómetras de Alejandría nunca pudieron desentrañar el acertijo con sus ingeniosas ecuaciones, ella sabía que la distancia más corta al corazón del hombre es la que pasa por su estómago, penetrando sus fantasías. Su arte la había salvado tantas veces de una muerte segura en manos del poderoso jeque y ésta noche no sería distinto. Y es que cada encuentro con el celador de su cuerpo y de su alma, estaba signado por el sabor mutuo de almendras y flores, por cuentos de colores y por aromas de peligro. Se abandonó a los designios de sus instintos y con paso, ahora resuelto, caminó hacia los fogones ya afanados en el comienzo del día.
Allí, en medio del frenético vibrar de la cocina, la doncella fantaseó intenciones, imaginó manjares y dibujó texturas. Percibió los pliegues íntimos de los aderezos y palpó lo subterráneo en los aceites de olivares de allende el gran río. Se le invadió el alma con dulces de mil hojas, pistacho y miel, Su mente divagó por las masas de cordero, por los cantaros de zumos, por las bandejas de verduras tiernas y por el latir de sus propias entrañas. Y cuando llegara el momento tan esperado en que su amo demandara su presencia para disfrutar del festín, ella lo guiaría con su danza a través de siete estadios gastronómicos previos al Paraíso. Atraparía en sus caderas la imaginación inquieta del hombre, con la certeza de poseer para siempre el manjar de los manjares.

Cayó la noche. Reclinado sobre mullidos almohadones y mágicas alfombras de Persia, el jeque escuchaba, absorto en un estado de apacible ebullición. La melodía otomana de flautas le esparcía los sentidos por todo el desierto, pero siempre lo arrastraban de vuelta a un sólo punto, a un sólo vértice. Sus facciones cinceladas enmarcaban la mirada de acero, mientras acariciaba los talismanes de su cuello con primitiva fascinación. Sólo esperaba, retozando en el suspenso que le cosquilleaba los deseos, como los granos de arena contra su cara en las desérticas brisas. Y es que su imaginación era un demonio persistente y glotón, que debía ser aplacado, alimentándole la memoria con aromas, sabores, texturas, melodías y visiones. La luna llena, enigmática y silenciosa espiaba a través de las lonas del entoldado e invitaba a la voluptuosidad de mil y una noches de un pasado cuyos caminos lo habían traído hasta el momento presente. La brisa siseaba en oleadas frescas, aplacando el calor que manaba de las dunas y las brumas doradas presagiaban ventiscas sin recatos. Bajo las palmeras de dátiles, la majestuosa carpa protegía el banquete que estaba por comenzar. La magia de la música escapaba al cielo y miles de antorchas irradiaban un brillo azafrán, bailando en flamas contra las cimitarras de los eunucos, cuyos brazos cruzados sobre macizos torsos resguardaban a la odalisca, la más preciada y deliciosa flor del desierto.

Con un par de palmadas rápidas, el jeque ordenó que comenzara la cena, mientras guardaba el nombre de su sierva preferida bajo la lengua, saboreándola, cual si fuese la más tibia de las bebidas de sésamo y miel. En el silencio entre dos latidos, ella apareció desde las trasparencias de las cortinas, como la tórrida imagen que irradian los espejismos. Bajo una capa de muda humildad, pendulaba entre un ardor abstracto y una cosquilla filosa ante la presencia del hombre que la turbaba. Pero había venido a ofrendar a su amo y señor en armonía de gestos y en serena intimidad. Su insondable mirada de aceituna reinaba contra el brillo de durazno de su piel. El jeque conocía en las piernas de mujer el dulzor de la leche y de la miel. Ocupado en el oficio de poseer, se le antojó su boca de fresas y descifró a distancia sus pezones de dátiles tiernos. Toda ella era un conjuro de sándalo, canela y clavo traídos de más allá del horizonte. Filigranas de henna dibujaban en sus manos su linaje y sus sueños, sus caderas tintineaban en un andar casi felino y las sombras como aliadas la envolvían en un manto de roce y de misterio. Eran siete los velos que escondían el tesoro delicioso de la mujer que se iría deshojando en lenta ceremonia al ritmo de los manjares, como si fuese la primera vez que bailaba para él, como si fuese la primera vez que lo amaba. Pero le complacía saberse aun poseedora de las llaves de un secreto que él no podía penetrar, a menos que ella se lo permitiera. Él hundió sus ojos en la memoria y vio que alguna vez quiso quitarle la vida para que, como tantas otras pagara con su sangre las tristezas que él había sufrido por la traición de una demonia. Pero la esclava lo fue envolviendo en cuentos fantásticos de genios y de tormentas, de guerras y de romances, jugando a las palabras con tal lujo de imágenes, que lo mantenían al filo de un delicioso suspenso. A veces pensaba que rodaría por el precipicio del desconcierto, pues los huracanados finales siempre lo sorprendían, y en las historias se veía a sí mismo, amándola, odiándola. Y es que esa voz, como las manos de la mujer, expresaba sus intenciones y con pericia sabían donde tocarle el punto exacto para abrir el torrente de curiosas sensaciones, dejándolo a la deriva. ¿En qué momento el sabor de ésta mujer le había adormecido el rencor, como para perdonarle la vida y mantenerla cautiva a su lado? ¿Qué oscuro embrujo poseía que lo sometía a su voluntad y lo reducía a un perplejo montón maleable, precisamente a él, que había sido todopoderoso y absoluto? No terminaba de cumplir su promesa divina de jamás volver a amar a una mujer, pues el gozo de su compañía lo empujaba irremediablemente por los caminos contrarios a los dictámenes de su vida.

Los acordes perpetuos de la música de fondo brotaban en un poderoso elixir que socavaba la tierra por donde pisaba la odalisca. En puntillas y con piruetas, entraba al trance en honor a sus diosas, a fin de que le concedieran los poderes para seguir sirviendo a su señor, pues su vida dependía de ello. Y es que ella intuía que no la salvaría la fe, sino las dudas que como arenales inagotables se le escapaban entre los dedos: dudas de su encierro, dudas de su destino, dudas de vivir un día más sin él, dudas de las chispas de odio y devoción en las pupilas de su amo, mientras la acariciaba con la delicadeza de un imaginado copo de nieve. Pero, en su coqueteo con el peligro existía un oscuro magnetismo, más aun, cuando moría miles de muertes en los labios de su jeque.

Como cobra alzada, desprendió el velo añil, que cayó a los pies del hombre, desencadenando oleadas concéntricas en el embalse del placer. Él presintió la dulce ponzoña en la humedad de la bailarina, mientras se lavaba las manos en agua de azahares, como un rito adelantado al banquete; las secó en la suavidad de los algodones de Egipto, palpando las heridas de las contiendas de piel que sostenía con ella. Su mente surcaba hacia las alturas azules donde todo era posible. Entonces, un interminable desfile de bandejas, cestas y cantaros se desplegaron ante él. Por un instante, descubrió un camino desde el banquete hasta la tenue piel de flor en el vientre de la mujer. Comió con los ojos, la necesidad se volvió apetito y el deseo se volvió gula.

Postergando sus delicias, la odalisca despojó traviesa el velo blanco, como una pluma de águila al viento, mientras el jeque sorbió el bebedizo de yogur y miel de la copa de plata. El espeso líquido, fresco, azucarado, resbaló por las comisuras de su boca. Sin evadir la honda mirada de la bailarina, midió cada palmo de su cuerpo y la bebía, mientras un alud de lejanas nieves perpetuas se desmoronó dentro de su pecho, dejando al descubierto la roca de su corazón.

Danzaron las cestas de hojas de palmas finamente tejidas que contenían pan ácimo; el trigo aun tibio del horno de barro murmuró desprendiendo espirales de calor. La mujer empapó las lajas sumisas con cremas de garbanzos y berenjenas, hijas de la tierra fértil henchida de bondad y las ofreció a la boca de su amo, acechándolo sobre el tul que le cubría el rostro, dejando asomar suficiente mirada y precisa piel para encender en él una abismal carencia de ella. Bajo el embrujo de la noche estrellada, volvió a su danza y entonces el tercer velo, la gasa dorada, flotó por el aire en pequeños pulsos, y su ombligo se tornó invulnerable al deterioro de la memoria, centellando con una claridad casi solar, que le definía los contornos.

Decenas de fuentes de tabule, falafel, berros picantes, hojas de parra rellenas, alcachofas en capas como los tules de la esclava y manojos poco discretos de hierbas prohibidas, brindaban el frescor vegetal que le hacía falta al desierto, y sólo eran igualados al jade de la mirada de la odalisca. La acidez y las crujientes hojas se mezclaban espontáneas, mordientes, aromáticas para nutrir las ganas y aplacar el afán. El jeque anhelaba, mientras devoraba con los dedos, relamiéndose en ceremoniosa lentitud. Los tambores terrenales y flautas de sonidos aéreos retumbaron en su pecho mientras caderas de fuego dibujaban círculos en el aire cargándolo de poesía líquida. Al son de sus timbales minúsculos, audaz, portentosa, la odalisca liberó de su falda el velo de esmeralda.

Con un dejo de timidez, ella retrocedió apenas ante la filosa mirada del jeque, sólo para tomar su puesto en los sueños del hombre. Una caravana infinita de esclavos traía sobre los hombros bandejas de codornices doradas, faisanes bañados en salsas de flores y rumas de cordero coronadas de tomillo y romero, cocidos a fuego lento y a cielo abierto. Los caldos burbujeaban engrosándose en texturas sedosas que envolvían las carnes. El amo hundió los dientes en la presa animal, rasgando la pulpa en jirones jugosos que goteaban sus esencias. Una servilleta de magnífico damasco en manos de la odalisca cosquilleó las barbas del jeque. Se apartó de él provocándolo, extendió su brazo y un velo rojo, voló como el pétalo sutil de una rosa. Ellos se llevaban en cada gota de su sangre, como magma de volcanes a punto de estallar.

Los candiles susurraron con el fuego eterno del desierto y el techo de la carpa ondeó al viento que ululaba en el comienzo de la tormenta de arena. Las flautas apuraron las notas, los tambores aceleraron el ritmo. Color de sol del atardecer, el velo azafranado aleteó en transparencias sobre las bandejas de granadas a punto de reventar, melones de pulpas indecentes, higos voluptuosos y hojaldres que destilaban miel y azahares. Pistachos, almendras y piñones rodaban por el suelo en torrentes salados, dulces y amargos. Temblaron satinados los budines de bananos y piñas, como amantes que se encuentran en besos clandestinos. Y ella desparramó su alma en medio de los claroscuros del limbo eterno.

El pachulí cargó el aire de espesos enigmas, que asediaban las apetencias con delicadeza en sus volutas invisibles y ella danzó sólo para él. El jeque probó el café endulzado con cardamomo y canela y sus pensamientos fueron mariposas que revolotearon hacia las llamas donde arderían sus alas. La brea cremosa le acariciaba la lengua como la secreta tibieza de almizcle que nacía del propio centro del universo de la mujer. La música paró. El tiempo y el espacio se erizaron y se desvanecieron. Ella respiró petrificada, mientras una diminuta gota de sudor resbalaba por el lujo salobre de su cuello. El velo negro se posó con suavidad perversa sobre la alfombra. El hombre fue el manjar final….

Amurallada




Es tan corto el amor y es tan largo el olvido
Pablo Neruda


Piedra sobre piedra,
Siglo sobre siglo,
murallas silentes
se yerguen
y rosas de ausencia florecen,
sellando mi alma,
do crecen las hiedras del olvido.

Resuenan en mis calles
los ciegos recuerdos.
Al pasado juegan en mis parques,
Tus claras memorias
Las plegarias dolientes
en mis templos, por ti claman.

Por un breve instante,
tu ausente mirada
surcó mis canales,
Tu luz taciturna
parpadeó en mis noches.
Mas, eres espiral de humo
en mi abrasada hoguera;
Distante silencio
en mi templada tumba.

Adiós, mi ángel de la noche.
Silente guardaré
tus murmullos en mis plazas.
Eterno te llevaré
en las luces de mis faroles.
Secreta te adoraré
en los escondrijos
que moran tras mis murallas.

A traves del cristal


Ella fue lo cercano en lo remoto,
pero llenaba todo lo vacío,
como el viento en las velas del navío, como la luz en el espejo roto.
José Ángel Buesa

A mi duende en su caja de cristal

Absorta miraba a través del cristal de la ventana, seducida por la imagen inmediata del niño-espíritu, tentador y querendón, que la miraba de vuelta, casi real, casi palpable. Sonreía dichosa que el destino lo hubiese puesto ahí, pues parecía grandioso, como hecho a la medida de sus sueños ancestrales, de esos que manan de lugares indescifrables y de emociones nacidas en otros siglos. Lo que ella no sabía, era que él había erigido esa muralla de vidrio para esconder sus secretos tras la distorsión ondulada que le brindaba la amalgama de arena y de fuego. Y es que, muchas veces, el pícaro duende jugaba posando su mano sobre el vidrio, con la fantasía de un lazo de deseo, para que ella lo imitara. El acercaba su sonrisa al cristal como gestando un beso y recostaba su desnudez contra la pared inmaterial como anticipando un abrazo. Aunque ella le temía a las sensaciones que emanaban de esa visión y no se entendía a sí misma, sus instintos la convertían en mimo silente frente a la muralla invisible, y palpando la lisura del vidrio, las yemas de sus dedos se quemaban con su propio ardor. Inmersa en la fantasía de que él era su imagen en el espejo, la virtud se le volvió imprudencia y la imprudencia se le volvió algo parecido a una pasión, mientras se permitía las audacias adormecidas en el olvido de su piel de mujer. No era amor, era otra cosa que ella no había conocido hasta ahora, quizás más fuerte, más fulminante. Y es que el duende le recitaba sueños, le describía los paisajes de su cuerpo que recorrería lento y exquisito, le decía que la quería toda, le lamía el alma hambrienta de un afán demolido por el tiempo. Ella le escribía cuentos en los que ambos eran protagonistas de historias densas y arrebatadas, que gozaban con solo imaginar sus vidas en un universo paralelo donde todo era posible. De alguna manera extraña, ambos constituían esa pausa que tanto anhelaban en sus existencias hervidas y blandas, pero a las que sabían que siempre volverían, sumisos y obedientes. Mas cuando ella pensó que lo podría acariciar, el duende fue presa del miedo de ser poseído por un paraíso salvaje y rebelde, pues debía mantener su gallarda imagen de dominio altivo. Entonces, él comenzó a respirar fuerte, empañando el espacio con la bruma de su vapor. Como niña inútil, ella deslizó sus dedos en un mensaje por la niebla de su exhalación, pero él resopló, esfumando las letras que ella intentaba componer. Hasta que un día, gris y turbio, con su sentir en llamas que ya no pudo acallar, ella lanzó una piedra contra la valla traslúcida, que creyó estallaba en mil pedazos, como polvo de estrellas fijas. Cuando el estruendo cesó y abrió los ojos, sólo había un tabique agrietado pero intacto, que no dejaba pasar el olor de su piel, ni el sabor de sus caricias, ni los latidos de su irresponsable corazón. Las incandescencias de su cuerpo intranquilo de mujer habían penetrado la escarcha, pero su luz quedó confinada en el monolito como un animal congelado en el tiempo.
El espejismo oculto en las transparencias, que se parecía a un aire diáfano y puro, le había castigado las entrañas y entonces aprendió a no tocar la alucinada alma de su adorado duende de cuarzo, que se había extraviado en las sañas de sus propias ruinas interiores, tras del paredón de niebla y sus fisuras cortantes. Aunque ella lo seguiría esperando, dejó de pactar con cualquier felicidad imaginada, ahogada por el aullido sordo de su propia soledad.

Eros Merodea en la Internet


Mencion Honrosa Concurso Nuestra Palabra 2006 TorontoHispano.com


Hay algo que da esplendor a cuanto existe,
y es la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina.
Gilbert Keith Chesterton



Era el lunes de una semanita de trabajo, que se pintaba grisácea y latosa, pero que estaba a punto de dar un vuelco: no inesperado, más bien, muy ansiado. El resplandor de la pantalla de la computadora bañaba la cara de Rafael, mientras revisaba su agenda y buzón de correos. Luego, con la avidez de caza de un animal nocturno, tecleó http://www.cybereros.com/, uno de esos portales de chateo donde la gente desparrama sus ganas de cualquier cosa sin exponer su personalidad física, como si fuese ésta la más vulnerable y delicada de las características humanas. Quizás buscaba matar el tedio o provocar la imaginación de quien busca una relación perfecta o acaso como una forma de revelar las confidencias de su alma desnuda. Rafael nació en ese momento de la historia cuando las computadoras estaban confinadas en criptas oscuras y secretas de las universidades y de los grandes consorcios, pero que, cobrando una vida casi imposible para alguien con inteligencia media, se escaparon por el mundo, ocupando espacios de gentes con la vorágine de un alud, sin que nadie se percatara del impacto que ejercerían sobre el manejo de la economía, las recetas de cocina japonesa, el robo de identidad y el sexo. Quizás sus hijos acabarían por vivir en paz con las máquinas, pero por ahora, él libraba la colosal batalla de comprender cómo era que combinaciones de ceros y unos, fluyeran a través de un cosmos de cables, desbaratándole los ritos humanos de la seducción y del amor que hasta ahora había practicado con alguna pericia.
Miró el espacio donde latía el cursor como el corazoncito de querubín. Se manifestó el mensaje de aprobación de entrada al portal divino y a partir de ese instante, como con el movimiento del manto de un mago, el tímido Rafael se convertía en el aterciopelado James Bond.
Abierto el silencio de su pantalla, como un duende siempre aparecía Mata Hari(conocida en el mundo real como Rebeca). Rafael-James Bond, en una forma de embeleso catatónico, leía a Mata Hari toda. Ella, con la picardía de una niña mala, miraba sobre su hombro para asegurarse que nadie invadiera sus predios y tecleaba www.cybereros.com, quedando atrapada en las redes de la Red con un afán sin explicación. Y es que todo este asunto de búsqueda de flechazos electrónicos comenzó como un juego. Tras una cortina de datos encriptados, Rebeca borraba las rigideces adquiridas durante su infancia y la timidez de principiante de internauta en lo que a amoríos se refería. Ahí se tornaba sinuosa, casi felina mientras plasmaba sus anhelos sin tapujos ni turbaciones. Durante algún tiempo, nadie respondió y sus líneas parecían perderse en el aire como señales de humo. Al final, se maldijo por gastar su tiempo buscando lo que no se le había perdido, hasta que ese día, gris y latoso, apareció en la pantalla la réplica de alguien con nombre de espía inglés:

“…”
“…estás”
“…estás muy”
“…estás muy callada”
“…estás muy callada hoy…” apareció en la pantalla.

Con una trepidante sorpresa que no le abandonaba las piernas, Mata Hari-Rebeca titubeó un instante y luego de amansar la traviesa sonrisa, se mordió el labio y escribió:


“Es”
“Es que”
“Es que te”
“Es que te estaba”
“Es que te estaba esperando…”

Y por ahí se largaron en medio de un delicioso esparcimiento de imágenes nuevas que surgían del intercambio de sus detalles. Sus mentes curiosas y corazones inquietos estaban atestados de apariencias y de profesionalismo. Pero algo parecido al erotismo se activaba cuando las palabras (o lo que estaba abierto a cualquier interpretación) describían encuentros imaginados de respiraciones fuertes. En ese espacio, todo era posible. Pero, Mata Hari-Rebeca no entendía cómo era que un hombre tan brumoso, le inspirara confianza y hasta le desatara un poco de lujuria. James Bond-Rafael le daba vueltas al raro magnetismo en las perspectivas de ésta mujer, tan ondulantes como ella y que lo arrastraban al mero centro de su alma. No se conocían personalmente pues Rebeca estaba segura que a ningún hombre le atraerían sus pechos grandes, ni sus ojos juntos ni su melena rebelde apaciguada por los rigores corporativos. Y Rafael se avergonzaba de su timidez de nerd, sus largos brazos y sus anteojos con demasiados aumentos. Pero al traspasar el portal de la Red, ambos adquirían fantásticas vidas paralelas, investidos de cuerpos magníficos y aires de Dioses, donde jugaban al amor sin tamices y sin riesgos. James Bond-Rafael nunca había bebido el brillo en la mirada de Mata Hari, pero sabía que ella era tibia por dentro, poseedora de un cierto aire de delicioso veneno y que el mar le alborotaba las venas. Reconociendo la fortaleza y la solidez de su amado virtual, ella adivinó la pasión de James Bond por los carros antiguos, y urgida lo imaginaba como un sofisticado galán con su don de audacia y su forma atrevida, aunque jamás se recostaría sobre su pecho, fuerte y amplio, pues él era del mismo material del que estaban hechos sus sueños. Existía entre ellos un “no sé qué”, una mutua sed extraña en medio de lo impalpable de su moderno romance epistolar. Ambos sabían que nunca existirían ni besos ni sus intensas prolongaciones, pero se soñaban con una dosis de aventura, disipando el hastío de la cotidianidad con feromonas electrónicas, hasta llegar a ese sitio donde se confundían el final de la piel con el comienzo de cosquilleos binarios. Y no es que creyeran que el enamoramiento clásico “tête-a-tête” hubiese llegado al colmo de la obsolescencia, sino que éste atmósfera electrónica les brindaba la seguridad de seguir con sus vidas intactas sin el miedo de pactar con lo desconocido, por más que caminaran al filo de un precipicio con placer. Era más fácil lidiar con el silencio de un cursor que con el curso diario de otro ser. Por supuesto tenían un acuerdo tácito de que los mensajes se “autodestruirían en 5 segundos”, a la usanza de la película de Misión Imposible, y al pulsar el botón de Borrar, las líneas se volatilizaban en el ciberespacio, pero quedaban grabadas en la memoria de sus entrañas electrizadas. A veces sus conversaciones eran bizantinas, a veces profundas reflexiones sobre la vida, a veces chistes superficiales. Pero de a momentos surgía un sano juicio de acabar con algo que no iba a ninguna parte, entonces Mata Hari-Rebeca se volvía prudente y se desvanecía. Y James Bond-Rafael, molesto con su propia ingenuidad, tampoco escribía más. Y ante sus monitores, ambos se comían las uñas, esperándose…hasta que uno de los dos rompía el silencio con perdones y besos virtuales.
A las cinco de la tarde cuando los empleados salían en comparsas de las oficinas, James Bond, rozó el teclado como si fuese el pecho desnudo de Mata Hari en ese instante solapado entre espía ingles y hombre concreto. Mata Hari anticipó la nostalgia de tener que volver al riguroso estado de apariencia balanceada de Rebeca. Entonces, como triste gata egipcia, besó la pantalla en un rito de despedida.

“Te espero mañana...”
“Aquí estaré”.

En la penumbra de su oficina, Rafael estaba perdido de añoranza en el limbo entre la fantasía y la realidad. Miró su reloj y corriendo, se coló jadeante en el ascensor justo en el momento en que las puertas de acero inoxidable y maderas exóticas se cerraban. Algunos empleados de la firma conversaban, otros miraban a un inexistente punto frente a ellos como mudos robots. Rafael comentó con un colega sobre la agenda para la próxima reunión de gerencia. Miró su reloj de nuevo y alcanzó a ver a su secretaria, severa como una institutriz alemana, entre la gente apelotonada en el ascensor. Dirigiéndose a ella con la distancia que dan las calificaciones curriculares, le preguntó:
- ¿Están listos los informes para la reunión de la semana que viene?
El ascensor paró en el segundo nivel de estacionamientos y el tropel de gente dejó vacía a la gran caja, excepto por jefe y secretaria.
Las puertas se cerraron nuevamente.
- Si. Ya las copias están encuadernadas, respondió seca y competente.
En el primer nivel de estacionamientos cada uno tomó su camino.
- Que tengas buenas noches, Rafael.
- Gracias, entonces hasta mañana, Rebeca.

Imaginado

-“Me invocaste y aquí estoy para ti” susurró él, cual aparición mística, flotando en una niebla tenue con su aire de sabio gato persa y su abismal mirada de basalto.

Entonces la Tierra detuvo su paso por un instante. Se poso ingrávido el silencio sobre todas las cosas. Saetas de luz se fueron colando entre las ramas de los árboles, pero la gran silueta le hizo sombra al sol y envolvió a la mujer en una perturbadora nube de dudas. Inmersa en la historia que le revoloteaba en el alma como una mariposa contra el cristal de una ventana, sintió la corriente glacial que le quitó el aliento y la volvió toda temblor. Levantó la vista del papel que había caligrafiado con la infinita paciencia de la creación. El vértigo no le permitió articular palabra alguna. Alucinó reviviendo momentos de un pasado que aun no había habitado. Reconoció al personaje que le palpitaba adentro, con su honda mirada fija, con los desnudos olores del deseo, con los primitivos albores de su amor. Y es que en ese día cualquiera, mientras ella vaciaba su vida real en garabatos de fantasía, como quien no entiende más razón que la de sus ganas de amar, el hombre de tinta y papel se volvió real, mágico, único.
Ella lo había inventado, plasmándolo en el prístino papel de sus entrañas. Él había brotado de sus manos a medida que ella recorría las líneas sin mayor freno que el del tiempo incomprendido. Lo había dibujado con su pluma, con la eterna calma del pintor que coloca delicados trazos sobre el lienzo virgen. Lo había tallado con el cincel de su agónica añoranza, con la urgencia de sus brazos.
El no sabía era su dueño, pues él era solamente una criatura imaginaria, como un unicornio dorado, como un dragón alado. No se suponía que fuese real. Pero, ella palpaba cada borde de sus ojos negros, cada pliegue de sus serenos labios. Lo amaba entre los tules de sus sueños, lo deseaba hasta las fronteras de sus fantasías. Con la anticipación de ávidos amantes furtivos, cada tarde, ella lo buscaba en sus manuscritos, y en sus palabras daba rienda suelta a miedos y a esperanzas. Ella lo había presentido desde los confines de su existencia con un afán sin explicación, con un temor sin límites, con un amor sin prudencia. Le dolía el cuerpo al verlo con masa y peso, invocado con la tinta sagrada de la redención, pero demasiado tarde. Al filo del silencio, este espejismo emergía intacto de su memoria, pues lo llevaba grabado con ancestral fuego en la yema de sus dedos. Tan palpable, tan suyo, tan perfecto. Y sólo entonces creyó con fe ciega en la existencia efímera pero eterna de su alma gemela.

Ella cerró los ojos, esperando que la imagen se esfumara, pero al mismo tiempo deseando que el torbellino no acabara nunca. En la oscuridad tras sus párpados, lloró y rezó:

¿Quién eres?
Creí saberte. Pensé conocerte. Y ahora que te tengo aquí, todo mío, no sé que hacer contigo. Moras en la médula de mis pensamientos, pero no puedes permanecer en mi verdad, aunque ocupes mis madrugadas insomnes, llenes mis días soleados e invadas mis atardeceres quietos.
¿Qué haré de tu hiriente sonrisa, de tus ojos que me turban?

Regresa a la página, mi amado bien, que en mi vida real, no tienes cabida. Mas te seguiré amando entre las sábanas blancas de mi cuaderno. Las suaves caricias inventadas vivirán en las líneas de mis dedos manchados de tu tinta. Nuestros eternos besos rozaran para siempre las escenas de mis cuentos.