A Annette y Xiomara, mis viejas amigasEran tres sabias ancianas entrelazadas en historias. Sus memorias se comenzaban a encoger, arrugándose hasta perderse como apretadas bolitas de papel y las venas acartonadas de sus cabezas hacían difícil que fluyeran los recuerdos. Pero los que aun pasaban por el imperceptible hilillo sanguíneo que alimentaba al cerebro, estaban grabados por el fuego de la amistad eterna. Se llamaban Emilia, Ana y Sara, sus edades sumaban la de Matusalén y se conocían desde tiempos ancestrales. Habían sorteado la vejez con gloria y la viudez con gracia, y siempre fueron muletas mutuas cuando flaqueaban las piernas y el alma de la otra. Habían transitado los inmensos placeres y las atragantadas angustias de levantar familias, pero había valido la pena. Juntas bebieron vino hasta el límite de la sobriedad y conversaron decididamente hasta el abismo de la mudez. Y aunque estaban rodeadas de hijos y nietos, con el pasar de los años, ellas se fundieron en una sola mujer.
Se habían vuelto encorvaditas por el peso de las eras y caminaban despacio, porque ya la velocidad del mundo no les hacía falta. Las sienes se habían cubierto de plata, y aunque durante años escondieron las canas con pudor, ya tampoco constituían un problema de índole estético, pues placenteras enmarcaban su amable rostro. En cada arruga de su piel se anidaban leyendas apacibles, anécdotas cotidianas que llenaron sus espacios. Ahora, sus vidas revoloteaban alrededor de ellas mismas, pues sus hijos estaban absortos en sus propios asuntos y caminos.
Se reunían en un pequeño café situado en una tranquila calle bordeada de almendros, en un rito cotidiano de espantar las soledades y avivar las memorias. Todas las tardes a la misma hora se sentaban en mullidos sofás en torno al café y galletitas servidos en delicadas tacitas floreadas que invitaban a la tertulia desparramada.
Afuera, las hojas de otoño caían de los árboles como confetti multicolor en Carnavales, volando en amarillos y naranjas y la brisa siseaba fresca y agradable por entre las ramas. Dulzores de capuccinos y pasteles de canela impregnaban el local, donde cálidas lámparas Tiffany alumbraban con su arco iris las animadas conversaciones de los clientes. El piso de madera, forrado de alfombras de imitación persa desgastadas por el tiempo y las pisadas, le daban al sitio un sabor inequívocamente bohemio y perenne. La regordeta y risueña mesera de delantal almidonado, de pelo ensortijado y coloridos aretes de gitana, pintaba los carteles del Espacial del Día con tizas pasteles. A través del ventanal que daba a la calle, como el vidrio de una pecera, se gozaban escenas de parejitas que paseaban a sus perros, hombres de negocio con celulares engomados a las orejas y niños que jugaban a la pelota. En el café siempre se podía escuchar campanitas y flautas de la Nueva Era, que relajaban los sentidos e motivaban al descanso. En resumen, era un espacio para consentirse y ser consentido.
A las cuatro en punto, tintineaba la campanilla de la puerta del café. Primero llegaba Emilia, siempre pendiente del tiempo. Se sentaba en el sofá de chintz floreado, casi reservado para ella y sus comadres, ponía su bastón a un lado y pedía un chocolate blanco caliente, de esos decadentes y calóricos alimentos para el alma y para las caderas. Esperando a sus amigas y a su bebida, pensaba en la próxima pieza que iba a escribir, ya que ser su manera de atrapar y aferrarse a las memorias, no se le fuesen a escapar. Últimamente había perdido muchas cosas: las llaves, el paraguas, la visión, la cordura. Debía anotar todo para que no se le diluyeran las historias en la nada. Se preocupaba en demasía, pero al rato ya se le había olvidado la razón de su angustia.
Diez minutos más tarde, llegaba Ana, se quitaba el coquetísimo sombrero de fieltro bordado de florecitas lilas y el abrigo que le hacía juego y los guindaba en el perchero victoriano. Se alisaba el vestido y levantaba el mentón para verse más erguida que torcida. Su espigada elegancia borraba la andadera en la que se apoyaba para caminar. Toda la vida sometida a dietas redundó en que ahora a los ochenta y tantos años su figura era como cuando tenia sesenta.
Sara, siempre en movimiento, siempre pensando que hacer, llegaba de última, pues su casa estaba llena de gatos que alimentar y de violetas que cuidar con dedicado fervor. Se inventaba múltiples proyectos de bricolaje, algunos que acababan enmohecidos en el sótano y las paredes tenían más capas de pintura que la Capilla Sixtina.
Se saludaron, entre halagos y críticas, prestas para la conversa.
-Bueno, ¿y de qué vamos a hablar hoy?, preguntó Emilia.
- De que más, boba, de los maridos; siempre hablamos de los maridos, respondió Sara, sacudiéndose los pelos de gato de la blusa.
- ¿Ya vieron las ofertas que hay en El Corte Inglés? , comentó Ana, hojeando el catálogo que acababa de recibir por correo.
- No, ni me interesan, replicó Sara. Además todo esta muy caro. Y esos precios son en Euros, mijita.
- ¡Ay! Maridos, evocó Emilia. La verdad es que eran buenos. Jodían, si, pero no nos podemos quejar, especialmente de mi Nicolás, tan cariñoso y grandote.
- Si es por bueno, nadie mejor que mi Mariano, respondió Sara. Era el marido más perfecto del mundo. Atento, trabajador, arreglando la casa, pendiente de mí. Pero yo siempre decía “viví con él” ¡Cómo lo extraño!
- A decir verdad, también Massimo fue buen esposo y padre; un poco locuaz, pero me hizo reír con sus ocurrencias, por eso me enamoré de él. Aunque me traía harta con la cocinadera. ¡Pasta, pasta, pasta, todos los días! ¡Todo fresco, todo listo, nada de recalentar comida!. Y ahora… casi ni cocino. ¡Ojalá tuviera alguien a quien cocinarle! Melancólica Ana sorbió su té, mirando al vacío.
- Puedes cocinar para mí. La comida que hace mi hija Verónica es horrible. No se como sobreviven mis nietos. Ella es especialista en comida latina: solo latas, replicó Sara soltando la carcajada.
- Esto parece un concurso de maridos. El mío es mejor, no el mío, no el mío, se burló Emilia. Ahora, se trata de nosotras, de lo que siempre quisimos hacer, ¿cuáles son tus sueños, Sara?
- Ay, chica, ya se nos acabó el tiempo. ¿Qué más vamos a hacer? Estamos muy viejas para cualquier locura.
- ¿Por qué no hacemos un viaje?, se le ocurrió a Emilia, con el rostro iluminado.
- ¿Tú como que te volviste loca?, respondió Sara, mirando acusadora a una galleta de chocolate.
- Sara, vieja decrépita, no quieres hacer nada. Vamos de compras, dijo Ana.
- Y tú, vieja enclenque y coja, gastando plata y loquita por ese doctor alemán.
- ¿Qué doctor alemán?
- Ese Alzhaimer, pues. ¿No te da vergüenza, con nietos y en esas vainas todavía?
- Bueno, bueno, dejen la pelea, intervino Emilia. Hagamos un crucero. Yo siempre quise volver al mar. Botaremos la casa por la ventana. Nos controlamos unos jovencitos, como de sesenta que nos lleven a bailar. A ti te gustaba bailar, Ana. ¿Desde hace cuánto que no bailas? ¿Desde principios de siglo?
-¡Ay, si! Merengue, salsa, rumba pareja. Me encantaba, reía Ana y hacia palmaditas.
- Quedamos entonces que nos vamos mañana mismo, sentenció Emilia.
- Caramba, dijo Ana, creo que no me da tiempo de hacer maleta y dejar lista la comida a mi canario. Es muy exigente ese bichito.
- Tú y tu bendito canario. Un día de estos me llevo a mi gato Brutus a tu casa para que se coma a esa rata emplumada.
Se quedó callada un rato y luego continuó.
- Bueno, pensándolo bien yo tampoco voy a poder ir mañana ya que tengo que ir a la peluquería y a que me hagan la pedicura, contestó Sara
- Está bien. ¿Lo dejamos para otro día?, resignada dijo Emilia.
Como siempre, terminaban de acuerdo, pues su hermandad sobrepasaba los límites de cualquier disputa. Sorbieron el café en silencio. Ana remojó su galleta en el té de vainilla francesa, pues estaba demasiado seca para su dentadura postiza. Suspiraron con miradas perdidas y durante un rato se quejaron de sus achaques. Ana odiaba su cadera floja y su andadera torcida, pues la hacia ver gorda. La mano de Sara estaba atacada de artritis y casi no podía pintar las paredes de su cuarto, ésta vez de verde manzana y a Emilia se le dificultaba leer ni escribir por el velo brumoso que le comenzaba a cubrir los ojos.
Una hora después, pidieron la cuenta a la mesera regordeta y se despidieron con un beso en la mejilla manteniendo la fortaleza de espíritu y su infinita amistad. Salieron del local en una lenta caravana temblorosa, como las Tres Reinas Magas en sus camellos, a través de las dunas del desierto. Pero al día siguiente, sus recuerdos y sus sueños les volverían a dar sentido al resto de sus vidas en el pequeño café de la calle tranquila bordeada de almendros...