Silvia sostenía la taza de té entre las manos, cerca de su cara. Palpaba el calor a través de la lisa cerámica pintada con una graciosa escena navideña de venaditos y pinos decorados. Soplaba el líquido para enfriarlo un poco, probando lentamente su dulzor sin realmente sentirlo, mientras miraba desde la ventana de la cocina al vacío más allá del jardín. Una nerviosa ardilla saltarina buscaba nueces en la nieve joven. Las nubes invernales jugaban a las luces y a las sombras con el escaso sol sobre la alfombra escarchada que cubría el jardín. La vida afuera giraba y revoloteaba al son de las estaciones, pero, adentro, el mundo de Silvia se había parado en seco. La autística y nívea mente de Silvia se convirtió en una pantalla donde se proyectaban imágenes mientras hacía inventario de los capítulos que componían su historia.
Las decisiones trascendentales en su vida, las había tomado a veces con la cabeza, otras con el corazón, y muchas con la deriva de la omisión, pero aprendió a vivir con sus consecuencias. Había recorrido escarpados y sinuosos caminos que la trajeron hasta su presente. Llenó los huecos de su alma con parches de estabilidad y orden. Flotaba en mareas que iban y venían, y últimamente se paseaba a través de una vasta llanura, suave y amplia, arrullada por monótonas cadencias cotidianas. El bebé dormía plácidamente en la cuna de su habitación, decorada con exquisito gusto en colores pasteles, con ositos de peluche y una cuna principesca. Su hija de 15 años llegaría en cualquier momento del colegio; su hogar era espléndido: el lujo de las decoraciones de Navidad quitaba el habla, las compras de comida estaban en la alacena; la ropa, meticulosamente lavada, doblada y guardada en sus respectivas gavetas y armarios, las cuentas pagas, la cena lista; tenía un marido ejemplar, un apartamento de playa envidiable, carros de lujo, viajes frecuentes: tal como ella lo había planificado, su vida estaba en perfecto orden. ¿Pero realmente lo estaba?
Por lo menos era lo que ella había creído hasta hacía unas horas atrás.
Nunca mas había cuestionado su equilibrado estilo de vida, ni sus gustos caros, ni sus múltiples roles, ni sus límites femeninos. Nunca más se había preguntado si había algo más allá, afuera, que no fuera vivir seca, tibia y segura. Pero ahora, su pasado hervía a fuego lento, muy adentro. Había doblado y guardado, prolijamente las cicatrices de recuerdos, memorias tatuadas a fuego.
Fue un día cualquiera, particularmente gris y frío, que una llamada telefónica de un fabuloso fénix, le abrió una fisura, sellada por siglos, le arrebató el aliento y le devolvió el miedo por la locura apasionada.
La implacable traición de la sorpresa hizo que le flaquearan las palabras y las rodillas. Pero recuperó la compostura y ambos se pusieron al tanto de sus presentes; que si cómo estás, que si trabajas, que si cuántos niños tienes, qué edades tienen, como si fuese una encuesta condensada de información perdida a través de los años.
Repentinamente, cambiando el tema él preguntó:
-¿Recuerdas nuestra pausa?
- Si, con toda mi alma. –contestó ella, sin censura.
-Sabes que hay cosas que suceden en una sola vida y hay cosas que suceden en varias. Quizás nos encontremos en la próxima.
-Así es, será en la próxima vida.
Fluyeron promesas de hablarse pronto, de encontrarse para tomar un café conversado, de reunirse en nombre de los viejos tiempos. Pero sabían que eran corteses mentiras, que no sería posible verse sin que se desmoronara la voluntad, cara a cara con lo vivido.
Silvia colgó el auricular y su mente se desparramó en visiones fragmentarias a ese lugar lejano donde moró la pausa. El tiempo había sido benigno con las memorias, las preservó con minúsculos detalles. El manantial de recuerdos roturó la tierra de su corazón y los instantes que creyó olvidados y enterrados, comenzaron a manar a borbotones. Él la pintó de delicadas caricias, la perfumó de tenues besos, la bebió a pequeños sorbos, la penetró de promesas y la marcó para siempre. Brillaron en su mente las escenas de humedades compartidas. Volvió a saborear los deliciosos aromas de lo prohibido. Escuchó a lo lejos las melancólicas notas de un piano, así como el revoloteo de su propio corazón ligero. Se encontró sonriendo al recordar las suaves vibraciones de la clandestinidad. Resultaba tan real la última imagen que tenía de él, cuando le susurró desde la distancia y ella leyó en sus labios ese “Te Amo”, que la pulverizó en millones de átomos que se dispersaron en la nada. Incrédula, le bromeó, quizás como medida de supervivencia emocional o quizás por miedo pactar con su destino. Fue algo que resentiría el resto de su vida.
Y es que nunca se sintió pecadora, ni aún cuando se calmaron las aguas y se terminó de asentar la pena y la culpa. Siempre supo que el destino conspiró para que esas dos almas y cuerpos vivieran noches de insomnio y días de amor. Jamás hablaron de uniones eternas, porque vivieron en un Universo paralelo, donde el tiempo y el espacio se detuvieron para escribir una historia ajena a sus realidades. Ambos cedieron a los caprichos del azar y ya nunca fueron los mismos.
Mil preguntas rebotaban dentro de su pecho. ¿Qué hubiera pasado si hubiese dejado todo esto? ¿Dónde estaría? ¿Sería más feliz o habría sido desdichada? ¿Estaría menos segura, pero quizás más viva? Y no eran remordimientos; sólo eran preguntas, como esquirlas revueltas por causa de una sola llamada, de una sola voz.
Un pequeño tarugo en la garganta y de repente, en su soñar despierta, irrumpió su hija como un pequeño remolino, con algún problema de magnitudes adolescentes y esfumándose el recuerdo cual tenue nubecilla, Silvia aterrizó en su presente y amada realidad. Sosegada y dulce, sonrió apretada ante la pueril reacción de la niña; le tomó de la mano, la abrazó sin articular palabra, y desde los espacios secretos de su corazón de madre, le deseó que algún día tuviese la dicha de albergar la tempestad de una pasión que arrastra de golpe a los confines del Cielo y del Infierno; que la viviera intensamente y después, sin arrepentimientos, fuese capaz de dejarla partir, para poder ser feliz.
Las decisiones trascendentales en su vida, las había tomado a veces con la cabeza, otras con el corazón, y muchas con la deriva de la omisión, pero aprendió a vivir con sus consecuencias. Había recorrido escarpados y sinuosos caminos que la trajeron hasta su presente. Llenó los huecos de su alma con parches de estabilidad y orden. Flotaba en mareas que iban y venían, y últimamente se paseaba a través de una vasta llanura, suave y amplia, arrullada por monótonas cadencias cotidianas. El bebé dormía plácidamente en la cuna de su habitación, decorada con exquisito gusto en colores pasteles, con ositos de peluche y una cuna principesca. Su hija de 15 años llegaría en cualquier momento del colegio; su hogar era espléndido: el lujo de las decoraciones de Navidad quitaba el habla, las compras de comida estaban en la alacena; la ropa, meticulosamente lavada, doblada y guardada en sus respectivas gavetas y armarios, las cuentas pagas, la cena lista; tenía un marido ejemplar, un apartamento de playa envidiable, carros de lujo, viajes frecuentes: tal como ella lo había planificado, su vida estaba en perfecto orden. ¿Pero realmente lo estaba?
Por lo menos era lo que ella había creído hasta hacía unas horas atrás.
Nunca mas había cuestionado su equilibrado estilo de vida, ni sus gustos caros, ni sus múltiples roles, ni sus límites femeninos. Nunca más se había preguntado si había algo más allá, afuera, que no fuera vivir seca, tibia y segura. Pero ahora, su pasado hervía a fuego lento, muy adentro. Había doblado y guardado, prolijamente las cicatrices de recuerdos, memorias tatuadas a fuego.
Fue un día cualquiera, particularmente gris y frío, que una llamada telefónica de un fabuloso fénix, le abrió una fisura, sellada por siglos, le arrebató el aliento y le devolvió el miedo por la locura apasionada.
La implacable traición de la sorpresa hizo que le flaquearan las palabras y las rodillas. Pero recuperó la compostura y ambos se pusieron al tanto de sus presentes; que si cómo estás, que si trabajas, que si cuántos niños tienes, qué edades tienen, como si fuese una encuesta condensada de información perdida a través de los años.
Repentinamente, cambiando el tema él preguntó:
-¿Recuerdas nuestra pausa?
- Si, con toda mi alma. –contestó ella, sin censura.
-Sabes que hay cosas que suceden en una sola vida y hay cosas que suceden en varias. Quizás nos encontremos en la próxima.
-Así es, será en la próxima vida.
Fluyeron promesas de hablarse pronto, de encontrarse para tomar un café conversado, de reunirse en nombre de los viejos tiempos. Pero sabían que eran corteses mentiras, que no sería posible verse sin que se desmoronara la voluntad, cara a cara con lo vivido.
Silvia colgó el auricular y su mente se desparramó en visiones fragmentarias a ese lugar lejano donde moró la pausa. El tiempo había sido benigno con las memorias, las preservó con minúsculos detalles. El manantial de recuerdos roturó la tierra de su corazón y los instantes que creyó olvidados y enterrados, comenzaron a manar a borbotones. Él la pintó de delicadas caricias, la perfumó de tenues besos, la bebió a pequeños sorbos, la penetró de promesas y la marcó para siempre. Brillaron en su mente las escenas de humedades compartidas. Volvió a saborear los deliciosos aromas de lo prohibido. Escuchó a lo lejos las melancólicas notas de un piano, así como el revoloteo de su propio corazón ligero. Se encontró sonriendo al recordar las suaves vibraciones de la clandestinidad. Resultaba tan real la última imagen que tenía de él, cuando le susurró desde la distancia y ella leyó en sus labios ese “Te Amo”, que la pulverizó en millones de átomos que se dispersaron en la nada. Incrédula, le bromeó, quizás como medida de supervivencia emocional o quizás por miedo pactar con su destino. Fue algo que resentiría el resto de su vida.
Y es que nunca se sintió pecadora, ni aún cuando se calmaron las aguas y se terminó de asentar la pena y la culpa. Siempre supo que el destino conspiró para que esas dos almas y cuerpos vivieran noches de insomnio y días de amor. Jamás hablaron de uniones eternas, porque vivieron en un Universo paralelo, donde el tiempo y el espacio se detuvieron para escribir una historia ajena a sus realidades. Ambos cedieron a los caprichos del azar y ya nunca fueron los mismos.
Mil preguntas rebotaban dentro de su pecho. ¿Qué hubiera pasado si hubiese dejado todo esto? ¿Dónde estaría? ¿Sería más feliz o habría sido desdichada? ¿Estaría menos segura, pero quizás más viva? Y no eran remordimientos; sólo eran preguntas, como esquirlas revueltas por causa de una sola llamada, de una sola voz.
Un pequeño tarugo en la garganta y de repente, en su soñar despierta, irrumpió su hija como un pequeño remolino, con algún problema de magnitudes adolescentes y esfumándose el recuerdo cual tenue nubecilla, Silvia aterrizó en su presente y amada realidad. Sosegada y dulce, sonrió apretada ante la pueril reacción de la niña; le tomó de la mano, la abrazó sin articular palabra, y desde los espacios secretos de su corazón de madre, le deseó que algún día tuviese la dicha de albergar la tempestad de una pasión que arrastra de golpe a los confines del Cielo y del Infierno; que la viviera intensamente y después, sin arrepentimientos, fuese capaz de dejarla partir, para poder ser feliz.
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