martes, 29 de mayo de 2007

Lo que dijeron las hojas del te


Por alguna razón desatada de mantener vivo lo que quedaba de sus encuentros fugaces y recuerdos furtivos, Elvira Rotundo había adquirido la peculiar costumbre mañanera de tomar te de jengibre y limón. Además, antes de acostarse en las noches, se servía una taza de te verde o infusión de menta. Pero no se lo bebía con el apremio y practicidad con que lo hacía el resto del mundo, sino con todo el culto que Fernando Rey le había enseñado al prepararlo y a disfrutarlo. Y es que por aquellos tiempos, lo único que ellos poseían eran las extravagancias pasajeras de su compañía mutua. Fernando se la pasaba diciendo: Hay que tomar el te con pausas largas, con todo y hojas, para que surta el efecto de vigorizar la salud, enaltecer el alma y calentar las ganas. Y de ahí que Elvira, torbellino recién descontrolado, aprendiera a duras penas el valor de la paciencia infinita y de la espera sin sosiego. Todas los días, con la suavidad ceremonial de una geisha en flor, rasgaba la bolsita del te y vertía el contenido de hojas secas en la tetera con agua caliente. Dejaba reposar la infusión para darle el tiempo justo a que los aromas se asomaran sin timidez. Luego la sorbía, dejando que el calor le entibiara las manos y los labios, como alguna vez lo hizo ese delicioso tormento que le robó la calma de su vida ordenada y la cordura de su mente sólida. De golpe y sin escándalos, Fernando desapareció, pues no pudo soportar el peso de la clandestinidad del querer ni del sacrificio del riesgo, mas ella siguió condenada a los ritos que Fernando sin querer le impuso, como merodear el mercado y soñar con la playa. Las mordaces hojuelas de jengibre le picaban la garganta y le rasgaban las memorias. Pero las heridas del corazón sanan deshilachando los recuerdos y no poniéndole vendas al olvido.

Alguna vez, Elvira hasta llegó a pensar que podía leer su destino en las hojuelas del te, pues en ellas veía lo que anhelaba ver, lo que le clamaban las entrañas que se le iban vaciando como un reloj de arena roto. Tomaba la taza y vertía en el platillo lo poco que quedaba del líquido, dejando algunas hojas nadando al libre albedrío de lo que el destino le deparara. En las paredes de la taza, como las formas que se ven en las nubes, se dibujaban amantes abrazados, brillaba el sol, moraban olas de mar y caracoles de colores. Y ella seguía soñando y esperando. Hasta que un día, con el cansancio indiferente que ya no da tregua, se asomó al pocillo y en el líquido claro sólo flotaba una masa sin forma que ya no le hablaba. Entonces, en el silencio, comprendió que sus ganas de Fernando se le habían convertido en un fantasma de los tiempos pasados que nunca llegaron. Lloró sin freno hasta que los ojos, las manos y el cuerpo se le secaron, como se le apergaminan a quien lleva el luto sin perdón a cuestas.

La mañana en que se le desgastó el afán, Elvira despertó con el Sol y ya no sintió sed de brebajes ni hambre de sueños. Siguió merodeando por su vida de infusión hervida, pero no intacta.

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