Ella fue lo cercano en lo remoto,
pero llenaba todo lo vacío,
como el viento en las velas del navío, como la luz en el espejo roto.
José Ángel Buesa
A mi duende en su caja de cristal
Absorta miraba a través del cristal de la ventana, seducida por la imagen inmediata del niño-espíritu, tentador y querendón, que la miraba de vuelta, casi real, casi palpable. Sonreía dichosa que el destino lo hubiese puesto ahí, pues parecía grandioso, como hecho a la medida de sus sueños ancestrales, de esos que manan de lugares indescifrables y de emociones nacidas en otros siglos. Lo que ella no sabía, era que él había erigido esa muralla de vidrio para esconder sus secretos tras la distorsión ondulada que le brindaba la amalgama de arena y de fuego. Y es que, muchas veces, el pícaro duende jugaba posando su mano sobre el vidrio, con la fantasía de un lazo de deseo, para que ella lo imitara. El acercaba su sonrisa al cristal como gestando un beso y recostaba su desnudez contra la pared inmaterial como anticipando un abrazo. Aunque ella le temía a las sensaciones que emanaban de esa visión y no se entendía a sí misma, sus instintos la convertían en mimo silente frente a la muralla invisible, y palpando la lisura del vidrio, las yemas de sus dedos se quemaban con su propio ardor. Inmersa en la fantasía de que él era su imagen en el espejo, la virtud se le volvió imprudencia y la imprudencia se le volvió algo parecido a una pasión, mientras se permitía las audacias adormecidas en el olvido de su piel de mujer. No era amor, era otra cosa que ella no había conocido hasta ahora, quizás más fuerte, más fulminante. Y es que el duende le recitaba sueños, le describía los paisajes de su cuerpo que recorrería lento y exquisito, le decía que la quería toda, le lamía el alma hambrienta de un afán demolido por el tiempo. Ella le escribía cuentos en los que ambos eran protagonistas de historias densas y arrebatadas, que gozaban con solo imaginar sus vidas en un universo paralelo donde todo era posible. De alguna manera extraña, ambos constituían esa pausa que tanto anhelaban en sus existencias hervidas y blandas, pero a las que sabían que siempre volverían, sumisos y obedientes. Mas cuando ella pensó que lo podría acariciar, el duende fue presa del miedo de ser poseído por un paraíso salvaje y rebelde, pues debía mantener su gallarda imagen de dominio altivo. Entonces, él comenzó a respirar fuerte, empañando el espacio con la bruma de su vapor. Como niña inútil, ella deslizó sus dedos en un mensaje por la niebla de su exhalación, pero él resopló, esfumando las letras que ella intentaba componer. Hasta que un día, gris y turbio, con su sentir en llamas que ya no pudo acallar, ella lanzó una piedra contra la valla traslúcida, que creyó estallaba en mil pedazos, como polvo de estrellas fijas. Cuando el estruendo cesó y abrió los ojos, sólo había un tabique agrietado pero intacto, que no dejaba pasar el olor de su piel, ni el sabor de sus caricias, ni los latidos de su irresponsable corazón. Las incandescencias de su cuerpo intranquilo de mujer habían penetrado la escarcha, pero su luz quedó confinada en el monolito como un animal congelado en el tiempo.
El espejismo oculto en las transparencias, que se parecía a un aire diáfano y puro, le había castigado las entrañas y entonces aprendió a no tocar la alucinada alma de su adorado duende de cuarzo, que se había extraviado en las sañas de sus propias ruinas interiores, tras del paredón de niebla y sus fisuras cortantes. Aunque ella lo seguiría esperando, dejó de pactar con cualquier felicidad imaginada, ahogada por el aullido sordo de su propia soledad.
pero llenaba todo lo vacío,
como el viento en las velas del navío, como la luz en el espejo roto.
José Ángel Buesa
A mi duende en su caja de cristal
Absorta miraba a través del cristal de la ventana, seducida por la imagen inmediata del niño-espíritu, tentador y querendón, que la miraba de vuelta, casi real, casi palpable. Sonreía dichosa que el destino lo hubiese puesto ahí, pues parecía grandioso, como hecho a la medida de sus sueños ancestrales, de esos que manan de lugares indescifrables y de emociones nacidas en otros siglos. Lo que ella no sabía, era que él había erigido esa muralla de vidrio para esconder sus secretos tras la distorsión ondulada que le brindaba la amalgama de arena y de fuego. Y es que, muchas veces, el pícaro duende jugaba posando su mano sobre el vidrio, con la fantasía de un lazo de deseo, para que ella lo imitara. El acercaba su sonrisa al cristal como gestando un beso y recostaba su desnudez contra la pared inmaterial como anticipando un abrazo. Aunque ella le temía a las sensaciones que emanaban de esa visión y no se entendía a sí misma, sus instintos la convertían en mimo silente frente a la muralla invisible, y palpando la lisura del vidrio, las yemas de sus dedos se quemaban con su propio ardor. Inmersa en la fantasía de que él era su imagen en el espejo, la virtud se le volvió imprudencia y la imprudencia se le volvió algo parecido a una pasión, mientras se permitía las audacias adormecidas en el olvido de su piel de mujer. No era amor, era otra cosa que ella no había conocido hasta ahora, quizás más fuerte, más fulminante. Y es que el duende le recitaba sueños, le describía los paisajes de su cuerpo que recorrería lento y exquisito, le decía que la quería toda, le lamía el alma hambrienta de un afán demolido por el tiempo. Ella le escribía cuentos en los que ambos eran protagonistas de historias densas y arrebatadas, que gozaban con solo imaginar sus vidas en un universo paralelo donde todo era posible. De alguna manera extraña, ambos constituían esa pausa que tanto anhelaban en sus existencias hervidas y blandas, pero a las que sabían que siempre volverían, sumisos y obedientes. Mas cuando ella pensó que lo podría acariciar, el duende fue presa del miedo de ser poseído por un paraíso salvaje y rebelde, pues debía mantener su gallarda imagen de dominio altivo. Entonces, él comenzó a respirar fuerte, empañando el espacio con la bruma de su vapor. Como niña inútil, ella deslizó sus dedos en un mensaje por la niebla de su exhalación, pero él resopló, esfumando las letras que ella intentaba componer. Hasta que un día, gris y turbio, con su sentir en llamas que ya no pudo acallar, ella lanzó una piedra contra la valla traslúcida, que creyó estallaba en mil pedazos, como polvo de estrellas fijas. Cuando el estruendo cesó y abrió los ojos, sólo había un tabique agrietado pero intacto, que no dejaba pasar el olor de su piel, ni el sabor de sus caricias, ni los latidos de su irresponsable corazón. Las incandescencias de su cuerpo intranquilo de mujer habían penetrado la escarcha, pero su luz quedó confinada en el monolito como un animal congelado en el tiempo.
El espejismo oculto en las transparencias, que se parecía a un aire diáfano y puro, le había castigado las entrañas y entonces aprendió a no tocar la alucinada alma de su adorado duende de cuarzo, que se había extraviado en las sañas de sus propias ruinas interiores, tras del paredón de niebla y sus fisuras cortantes. Aunque ella lo seguiría esperando, dejó de pactar con cualquier felicidad imaginada, ahogada por el aullido sordo de su propia soledad.
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