Arrastrando el peso de mi destino, camino despacio bajo una serena seda negra que lo envuelve todo con una nebulosa calma. Me mandaron a llamar con un mozuelo asustadizo de piernas flaquitas y rodillas protuberantes que me miraba de reojo, tratando de no darme la espalda mientras avanzamos por la senda adornada de cipreses, cuales erguidos centinelas de los secretos de la noche. Cocuyitos lejanos son las estrellas y una etérea brisa sisea en las ramas de los árboles que bordean la plaza del apartado pueblo de mil doscientas almas, anidado en la ladera de la montaña. Todos sueñan en estas calladas horas y el impenetrable silencio se ha asentado como el polvo en las estrechas callejuelas empedradas. La señora llorosa y gris, sembrada cual pálida estatua, inmóvil me espera allá en el portal de la casita de paredes de cal y tejas de barro. Una caprichosa buganvilla se enreda en las rejas de una de las ventanas laterales de la casa y el portón que da al huerto baila con el viento dando golpes huecos. A lo lejos, se escuchan intermitentes ladridos. Sólo el Cielo sabe lo que he tratado de demorar mi llegada, pero finalmente me quito el sombrero con una pequeña reverencia de pésame y sin mediar palabras, sigo a la mujer hasta la puerta entreabierta y penetro en una apretada tiniebla. Los graves trapos negros que cubren las ventanas y los espejos, anuncian luto profundo y el desconsuelo cuelga en la penumbra del recinto. De aquí, se fue un alma al atardecer, cuando el cielo de una sola estrella se tiñó de lilas y naranjas. Cada vez que me encuentro con la muerte, me invade una extraña intimidad y me aturden los opacos olores de duelo, a los que nunca me acostumbraré. Un grito callado me aprieta el corazón y lo exprime hasta dejarlo seco.
La densa oscuridad de la sala, como el camino por el Purgatorio, se ve apenas cortada por una fina claridad al final del pasillo. Una tímida lámpara de querosina baña de cálida luz el cuerpo de un ángel dormido, que me espera recostado sobre la burda y desgastada mesa campestre de la cocina, donde ejerceré mi tarea. Es un ángel, no hay duda, sólo que aún no le han brotado las alas.
Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Teresa. De trigo son sus finos bucles y su tez de azucenas se iguala a la blancura de su camisón bordado de pequeñísimas flores. Sus ojos de largas pestañas rubias de encaje, casi invisibles, y que fueron azulmente diáfanos, se han cerrado para siempre. Sus labios algo violáceos y de líneas descendentes, le imprimen un aire gélido con matices de tristeza. Lánguidos gladiolos son sus manos como las que adornan las ofrendas florales que cubrirán su ataúd. Este frágil cuerpo fue el templo de un alma pura que ahora reposará en su oscura y solitaria morada final. Dicen que murió de mal de amores; que se extinguió como una velita al viento, porque su amado se fue lejos a la guerra, con eternas promesas de desposarla y nunca más se supo de él. La soledad de una viudez prematura en éste insignificante pueblo fue algo que no pudo soportar. Y es que la muerte también es un asunto solitario. Yo lo sé, porque La Parca es mi única e inseparable compañera. Se asoma a diario sobre mi hombro y me susurra reilona, escudriñando atentamente todos mis movimientos mientras trabajo. Por ella, nadie me quiere cerca, más de lo necesario, porque creen que soy una criatura rara, como un enfermo con algún mal contagioso. ¡Cómo si fuera yo el que trae la desgracia! Sólo soy un honesto hombre de oficio. Hago lo que tengo que hacer. Por mis manos pasan hombres, mujeres, niños, alcaldes y mendigos, monjas y prostitutas, ricos y pobres, todos allanados al mismo nivel. Las almas son iguales, todas sublimes a los ojos de Dios, y mi humilde tarea de tratar de preservar la perfección de sus cuerpos, la conduzco con infinito y ceremonial respeto.
Mirando a éste hermosísimo ángel bajo la luz de las velas, descubro en sus facciones una infinita y dolorosa dulzura que nace del primer y único amor. Con profunda melancolía, comienzo mi lento y paciente ritual de borrar la muerte de su rostro, sin profanar su espíritu; enmascaro infinitas pesadumbres, hasta la mía propia, que me rasga una y otra vez, como si yo fuera uno de los deudos. La señora sembrada en la esquina, llora y mira. Abro mi maletín de cuero negro de bordes y manija raídos por el tiempo y la labor. En él, guardo celoso, secretas esencias pasadas a través de las generaciones, que mezclo con agua tibia para lavar su cuerpo que ya no sufre. Lentamente, palmo a palmo, seco sus brazos, piernas y torso con almidonadas toallas blancas y unto óleos en su delicada y fina piel, hasta que despide un brillo casi sobrenatural. Con un brochita suave, aplico polvos rosas para devolverle la calidez a sus mejillas, carmín para sus labios de muñequita. Ato sus dorados cabellos en una larga trenza pueril. Un sencillo vestido rosa con zapatillas que hacen juego, un lazo de satén atado al cabello y un pequeñísimo corazón de oro que ella pidió llevar sobre su pecho antes de morir, hacen amable honor a su virginal candidez.
En su presencia, me parece escuchar su clara risa sonora, presiento sus sueños no cumplidos y su devoción por el ser amado.
Al lado de la mesa, reposa la básica caja de pino fabricada por Don Luis, el carpintero del pueblo, quien laborioso trabaja la madera, convirtiéndola en artículos necesarios a lo largo de una mortal vida, desde cunas para los recién nacidos hasta ataúdes para lechos finales. Ligera como un suspiro, la alzo con dócil suavidad y la acuesto dentro del cajón. Coloco sus manos que rodean una cruz y un rosario, sobre su claro pecho y la cubro con el manto de lino que recorre el interior del ataúd. La garganta se me seca y se me hace difícil tragar al acariciar su frente por última vez. La cabeza se me torna liviana y el corazón pesado ante este divino ángel que abandona la Tierra porque Dios la quiso a su lado.
Enmudecido sigo a los hombres de la familia, quienes llorando como críos, levantan el cajón y lo llevan a la sala de la casa acondicionada como capilla ardiente. Allí, mil velas le indicarán a Teresa el camino al Cielo, donde brillará para ella la Luz Perpetua. Los parientes van llegando incrédulos al enterarse de la noticia. Se acercaran a verla y sonríen, atragantados de dolor. Arrugados y húmedos pañuelos se enredan en sus dedos que se aferran al borde del cajón.
- ¡Mírala, parece como dormida!- alguien comenta, secándose las lágrimas.
- ¡No, es una muñeca de porcelana! – dice el tío.
- ¡Qué bella quedó! – responde la comadrona que la vio nacer.
Invisible en la oscuridad, tras las coronas de flores, se enciende una chispa de orgullo dentro de mi achicado pecho triste. En el fondo, estoy agradecido por la misión que me tocó cumplir.
- Duerme, mi hermoso ángel y que Dios te tenga en su Gloria. Descansa en Paz. Amén.- apenas puedo susurrar.
Silencioso, me deslizo al jardín y cierro tras de mí la puerta de la casita, y sin que nadie note mi ausencia, desaparezco envuelto en un manto de niebla solitaria.
Y así debe ser, hasta que me llamen de nuevo.
La densa oscuridad de la sala, como el camino por el Purgatorio, se ve apenas cortada por una fina claridad al final del pasillo. Una tímida lámpara de querosina baña de cálida luz el cuerpo de un ángel dormido, que me espera recostado sobre la burda y desgastada mesa campestre de la cocina, donde ejerceré mi tarea. Es un ángel, no hay duda, sólo que aún no le han brotado las alas.
Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Teresa. De trigo son sus finos bucles y su tez de azucenas se iguala a la blancura de su camisón bordado de pequeñísimas flores. Sus ojos de largas pestañas rubias de encaje, casi invisibles, y que fueron azulmente diáfanos, se han cerrado para siempre. Sus labios algo violáceos y de líneas descendentes, le imprimen un aire gélido con matices de tristeza. Lánguidos gladiolos son sus manos como las que adornan las ofrendas florales que cubrirán su ataúd. Este frágil cuerpo fue el templo de un alma pura que ahora reposará en su oscura y solitaria morada final. Dicen que murió de mal de amores; que se extinguió como una velita al viento, porque su amado se fue lejos a la guerra, con eternas promesas de desposarla y nunca más se supo de él. La soledad de una viudez prematura en éste insignificante pueblo fue algo que no pudo soportar. Y es que la muerte también es un asunto solitario. Yo lo sé, porque La Parca es mi única e inseparable compañera. Se asoma a diario sobre mi hombro y me susurra reilona, escudriñando atentamente todos mis movimientos mientras trabajo. Por ella, nadie me quiere cerca, más de lo necesario, porque creen que soy una criatura rara, como un enfermo con algún mal contagioso. ¡Cómo si fuera yo el que trae la desgracia! Sólo soy un honesto hombre de oficio. Hago lo que tengo que hacer. Por mis manos pasan hombres, mujeres, niños, alcaldes y mendigos, monjas y prostitutas, ricos y pobres, todos allanados al mismo nivel. Las almas son iguales, todas sublimes a los ojos de Dios, y mi humilde tarea de tratar de preservar la perfección de sus cuerpos, la conduzco con infinito y ceremonial respeto.
Mirando a éste hermosísimo ángel bajo la luz de las velas, descubro en sus facciones una infinita y dolorosa dulzura que nace del primer y único amor. Con profunda melancolía, comienzo mi lento y paciente ritual de borrar la muerte de su rostro, sin profanar su espíritu; enmascaro infinitas pesadumbres, hasta la mía propia, que me rasga una y otra vez, como si yo fuera uno de los deudos. La señora sembrada en la esquina, llora y mira. Abro mi maletín de cuero negro de bordes y manija raídos por el tiempo y la labor. En él, guardo celoso, secretas esencias pasadas a través de las generaciones, que mezclo con agua tibia para lavar su cuerpo que ya no sufre. Lentamente, palmo a palmo, seco sus brazos, piernas y torso con almidonadas toallas blancas y unto óleos en su delicada y fina piel, hasta que despide un brillo casi sobrenatural. Con un brochita suave, aplico polvos rosas para devolverle la calidez a sus mejillas, carmín para sus labios de muñequita. Ato sus dorados cabellos en una larga trenza pueril. Un sencillo vestido rosa con zapatillas que hacen juego, un lazo de satén atado al cabello y un pequeñísimo corazón de oro que ella pidió llevar sobre su pecho antes de morir, hacen amable honor a su virginal candidez.
En su presencia, me parece escuchar su clara risa sonora, presiento sus sueños no cumplidos y su devoción por el ser amado.
Al lado de la mesa, reposa la básica caja de pino fabricada por Don Luis, el carpintero del pueblo, quien laborioso trabaja la madera, convirtiéndola en artículos necesarios a lo largo de una mortal vida, desde cunas para los recién nacidos hasta ataúdes para lechos finales. Ligera como un suspiro, la alzo con dócil suavidad y la acuesto dentro del cajón. Coloco sus manos que rodean una cruz y un rosario, sobre su claro pecho y la cubro con el manto de lino que recorre el interior del ataúd. La garganta se me seca y se me hace difícil tragar al acariciar su frente por última vez. La cabeza se me torna liviana y el corazón pesado ante este divino ángel que abandona la Tierra porque Dios la quiso a su lado.
Enmudecido sigo a los hombres de la familia, quienes llorando como críos, levantan el cajón y lo llevan a la sala de la casa acondicionada como capilla ardiente. Allí, mil velas le indicarán a Teresa el camino al Cielo, donde brillará para ella la Luz Perpetua. Los parientes van llegando incrédulos al enterarse de la noticia. Se acercaran a verla y sonríen, atragantados de dolor. Arrugados y húmedos pañuelos se enredan en sus dedos que se aferran al borde del cajón.
- ¡Mírala, parece como dormida!- alguien comenta, secándose las lágrimas.
- ¡No, es una muñeca de porcelana! – dice el tío.
- ¡Qué bella quedó! – responde la comadrona que la vio nacer.
Invisible en la oscuridad, tras las coronas de flores, se enciende una chispa de orgullo dentro de mi achicado pecho triste. En el fondo, estoy agradecido por la misión que me tocó cumplir.
- Duerme, mi hermoso ángel y que Dios te tenga en su Gloria. Descansa en Paz. Amén.- apenas puedo susurrar.
Silencioso, me deslizo al jardín y cierro tras de mí la puerta de la casita, y sin que nadie note mi ausencia, desaparezco envuelto en un manto de niebla solitaria.
Y así debe ser, hasta que me llamen de nuevo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario