martes, 15 de mayo de 2007

El Reino de las Sensaciones


Al romper el alba en el Sahara, la sutil fragancia del café recién molido le absorbió los pensamientos como ávida esponja que traga acuosidades. Su mirada se paseó por los contornos de las dunas infinitas, y con lentos sorbos, disfrutó el despertar de sonidos y de esencias que traía el viento a través del cielo de una sola estrella. Esclava mora de mirada cierta y sonrisa definitiva, buscaba desmadejar su vida tras de los muros del harén y bajo la carpa nómada, pues el tiempo ya no le pertenecía, ya no le obedecía. ¡Qué más hubiese querido que su dulce carcelero, la completase en ese íntimo momento tan suyo! ¡Si tan sólo pudiese controlar su destino- descifrar, por una noche más, el enigma de su existencia! Enigma de respuesta arcana y sencilla, pues las hechiceras compartían el secreto desde los tiempos anteriores a las pirámides. Y aunque los geómetras de Alejandría nunca pudieron desentrañar el acertijo con sus ingeniosas ecuaciones, ella sabía que la distancia más corta al corazón del hombre es la que pasa por su estómago, penetrando sus fantasías. Su arte la había salvado tantas veces de una muerte segura en manos del poderoso jeque y ésta noche no sería distinto. Y es que cada encuentro con el celador de su cuerpo y de su alma, estaba signado por el sabor mutuo de almendras y flores, por cuentos de colores y por aromas de peligro. Se abandonó a los designios de sus instintos y con paso, ahora resuelto, caminó hacia los fogones ya afanados en el comienzo del día.
Allí, en medio del frenético vibrar de la cocina, la doncella fantaseó intenciones, imaginó manjares y dibujó texturas. Percibió los pliegues íntimos de los aderezos y palpó lo subterráneo en los aceites de olivares de allende el gran río. Se le invadió el alma con dulces de mil hojas, pistacho y miel, Su mente divagó por las masas de cordero, por los cantaros de zumos, por las bandejas de verduras tiernas y por el latir de sus propias entrañas. Y cuando llegara el momento tan esperado en que su amo demandara su presencia para disfrutar del festín, ella lo guiaría con su danza a través de siete estadios gastronómicos previos al Paraíso. Atraparía en sus caderas la imaginación inquieta del hombre, con la certeza de poseer para siempre el manjar de los manjares.

Cayó la noche. Reclinado sobre mullidos almohadones y mágicas alfombras de Persia, el jeque escuchaba, absorto en un estado de apacible ebullición. La melodía otomana de flautas le esparcía los sentidos por todo el desierto, pero siempre lo arrastraban de vuelta a un sólo punto, a un sólo vértice. Sus facciones cinceladas enmarcaban la mirada de acero, mientras acariciaba los talismanes de su cuello con primitiva fascinación. Sólo esperaba, retozando en el suspenso que le cosquilleaba los deseos, como los granos de arena contra su cara en las desérticas brisas. Y es que su imaginación era un demonio persistente y glotón, que debía ser aplacado, alimentándole la memoria con aromas, sabores, texturas, melodías y visiones. La luna llena, enigmática y silenciosa espiaba a través de las lonas del entoldado e invitaba a la voluptuosidad de mil y una noches de un pasado cuyos caminos lo habían traído hasta el momento presente. La brisa siseaba en oleadas frescas, aplacando el calor que manaba de las dunas y las brumas doradas presagiaban ventiscas sin recatos. Bajo las palmeras de dátiles, la majestuosa carpa protegía el banquete que estaba por comenzar. La magia de la música escapaba al cielo y miles de antorchas irradiaban un brillo azafrán, bailando en flamas contra las cimitarras de los eunucos, cuyos brazos cruzados sobre macizos torsos resguardaban a la odalisca, la más preciada y deliciosa flor del desierto.

Con un par de palmadas rápidas, el jeque ordenó que comenzara la cena, mientras guardaba el nombre de su sierva preferida bajo la lengua, saboreándola, cual si fuese la más tibia de las bebidas de sésamo y miel. En el silencio entre dos latidos, ella apareció desde las trasparencias de las cortinas, como la tórrida imagen que irradian los espejismos. Bajo una capa de muda humildad, pendulaba entre un ardor abstracto y una cosquilla filosa ante la presencia del hombre que la turbaba. Pero había venido a ofrendar a su amo y señor en armonía de gestos y en serena intimidad. Su insondable mirada de aceituna reinaba contra el brillo de durazno de su piel. El jeque conocía en las piernas de mujer el dulzor de la leche y de la miel. Ocupado en el oficio de poseer, se le antojó su boca de fresas y descifró a distancia sus pezones de dátiles tiernos. Toda ella era un conjuro de sándalo, canela y clavo traídos de más allá del horizonte. Filigranas de henna dibujaban en sus manos su linaje y sus sueños, sus caderas tintineaban en un andar casi felino y las sombras como aliadas la envolvían en un manto de roce y de misterio. Eran siete los velos que escondían el tesoro delicioso de la mujer que se iría deshojando en lenta ceremonia al ritmo de los manjares, como si fuese la primera vez que bailaba para él, como si fuese la primera vez que lo amaba. Pero le complacía saberse aun poseedora de las llaves de un secreto que él no podía penetrar, a menos que ella se lo permitiera. Él hundió sus ojos en la memoria y vio que alguna vez quiso quitarle la vida para que, como tantas otras pagara con su sangre las tristezas que él había sufrido por la traición de una demonia. Pero la esclava lo fue envolviendo en cuentos fantásticos de genios y de tormentas, de guerras y de romances, jugando a las palabras con tal lujo de imágenes, que lo mantenían al filo de un delicioso suspenso. A veces pensaba que rodaría por el precipicio del desconcierto, pues los huracanados finales siempre lo sorprendían, y en las historias se veía a sí mismo, amándola, odiándola. Y es que esa voz, como las manos de la mujer, expresaba sus intenciones y con pericia sabían donde tocarle el punto exacto para abrir el torrente de curiosas sensaciones, dejándolo a la deriva. ¿En qué momento el sabor de ésta mujer le había adormecido el rencor, como para perdonarle la vida y mantenerla cautiva a su lado? ¿Qué oscuro embrujo poseía que lo sometía a su voluntad y lo reducía a un perplejo montón maleable, precisamente a él, que había sido todopoderoso y absoluto? No terminaba de cumplir su promesa divina de jamás volver a amar a una mujer, pues el gozo de su compañía lo empujaba irremediablemente por los caminos contrarios a los dictámenes de su vida.

Los acordes perpetuos de la música de fondo brotaban en un poderoso elixir que socavaba la tierra por donde pisaba la odalisca. En puntillas y con piruetas, entraba al trance en honor a sus diosas, a fin de que le concedieran los poderes para seguir sirviendo a su señor, pues su vida dependía de ello. Y es que ella intuía que no la salvaría la fe, sino las dudas que como arenales inagotables se le escapaban entre los dedos: dudas de su encierro, dudas de su destino, dudas de vivir un día más sin él, dudas de las chispas de odio y devoción en las pupilas de su amo, mientras la acariciaba con la delicadeza de un imaginado copo de nieve. Pero, en su coqueteo con el peligro existía un oscuro magnetismo, más aun, cuando moría miles de muertes en los labios de su jeque.

Como cobra alzada, desprendió el velo añil, que cayó a los pies del hombre, desencadenando oleadas concéntricas en el embalse del placer. Él presintió la dulce ponzoña en la humedad de la bailarina, mientras se lavaba las manos en agua de azahares, como un rito adelantado al banquete; las secó en la suavidad de los algodones de Egipto, palpando las heridas de las contiendas de piel que sostenía con ella. Su mente surcaba hacia las alturas azules donde todo era posible. Entonces, un interminable desfile de bandejas, cestas y cantaros se desplegaron ante él. Por un instante, descubrió un camino desde el banquete hasta la tenue piel de flor en el vientre de la mujer. Comió con los ojos, la necesidad se volvió apetito y el deseo se volvió gula.

Postergando sus delicias, la odalisca despojó traviesa el velo blanco, como una pluma de águila al viento, mientras el jeque sorbió el bebedizo de yogur y miel de la copa de plata. El espeso líquido, fresco, azucarado, resbaló por las comisuras de su boca. Sin evadir la honda mirada de la bailarina, midió cada palmo de su cuerpo y la bebía, mientras un alud de lejanas nieves perpetuas se desmoronó dentro de su pecho, dejando al descubierto la roca de su corazón.

Danzaron las cestas de hojas de palmas finamente tejidas que contenían pan ácimo; el trigo aun tibio del horno de barro murmuró desprendiendo espirales de calor. La mujer empapó las lajas sumisas con cremas de garbanzos y berenjenas, hijas de la tierra fértil henchida de bondad y las ofreció a la boca de su amo, acechándolo sobre el tul que le cubría el rostro, dejando asomar suficiente mirada y precisa piel para encender en él una abismal carencia de ella. Bajo el embrujo de la noche estrellada, volvió a su danza y entonces el tercer velo, la gasa dorada, flotó por el aire en pequeños pulsos, y su ombligo se tornó invulnerable al deterioro de la memoria, centellando con una claridad casi solar, que le definía los contornos.

Decenas de fuentes de tabule, falafel, berros picantes, hojas de parra rellenas, alcachofas en capas como los tules de la esclava y manojos poco discretos de hierbas prohibidas, brindaban el frescor vegetal que le hacía falta al desierto, y sólo eran igualados al jade de la mirada de la odalisca. La acidez y las crujientes hojas se mezclaban espontáneas, mordientes, aromáticas para nutrir las ganas y aplacar el afán. El jeque anhelaba, mientras devoraba con los dedos, relamiéndose en ceremoniosa lentitud. Los tambores terrenales y flautas de sonidos aéreos retumbaron en su pecho mientras caderas de fuego dibujaban círculos en el aire cargándolo de poesía líquida. Al son de sus timbales minúsculos, audaz, portentosa, la odalisca liberó de su falda el velo de esmeralda.

Con un dejo de timidez, ella retrocedió apenas ante la filosa mirada del jeque, sólo para tomar su puesto en los sueños del hombre. Una caravana infinita de esclavos traía sobre los hombros bandejas de codornices doradas, faisanes bañados en salsas de flores y rumas de cordero coronadas de tomillo y romero, cocidos a fuego lento y a cielo abierto. Los caldos burbujeaban engrosándose en texturas sedosas que envolvían las carnes. El amo hundió los dientes en la presa animal, rasgando la pulpa en jirones jugosos que goteaban sus esencias. Una servilleta de magnífico damasco en manos de la odalisca cosquilleó las barbas del jeque. Se apartó de él provocándolo, extendió su brazo y un velo rojo, voló como el pétalo sutil de una rosa. Ellos se llevaban en cada gota de su sangre, como magma de volcanes a punto de estallar.

Los candiles susurraron con el fuego eterno del desierto y el techo de la carpa ondeó al viento que ululaba en el comienzo de la tormenta de arena. Las flautas apuraron las notas, los tambores aceleraron el ritmo. Color de sol del atardecer, el velo azafranado aleteó en transparencias sobre las bandejas de granadas a punto de reventar, melones de pulpas indecentes, higos voluptuosos y hojaldres que destilaban miel y azahares. Pistachos, almendras y piñones rodaban por el suelo en torrentes salados, dulces y amargos. Temblaron satinados los budines de bananos y piñas, como amantes que se encuentran en besos clandestinos. Y ella desparramó su alma en medio de los claroscuros del limbo eterno.

El pachulí cargó el aire de espesos enigmas, que asediaban las apetencias con delicadeza en sus volutas invisibles y ella danzó sólo para él. El jeque probó el café endulzado con cardamomo y canela y sus pensamientos fueron mariposas que revolotearon hacia las llamas donde arderían sus alas. La brea cremosa le acariciaba la lengua como la secreta tibieza de almizcle que nacía del propio centro del universo de la mujer. La música paró. El tiempo y el espacio se erizaron y se desvanecieron. Ella respiró petrificada, mientras una diminuta gota de sudor resbalaba por el lujo salobre de su cuello. El velo negro se posó con suavidad perversa sobre la alfombra. El hombre fue el manjar final….

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