martes, 15 de mayo de 2007

El Presagio del Baul Invisible

Y, sin embargo, espero. Y el tiempo pasa y pasa.
Y ya llega el otoño, y espero todavía:
De lo que fue una hoguera sólo queda una brasa,
pero sigo soñando que he de encontrarte un día.
Y quizás, en la sombra de mi esperanza ciega,

si al fin te encuentro un día, me sentiré cobarde,
al comprender, de pronto, que lo que nunca llega
nos entristece menos que lo que llega tarde.

José Ángel Buesa

La última claridad de la tarde de océano, acaricia la casita que parece de muñecas y se filtra por la menuda ventana redonda, ojito que contempla el horizonte de azul y verde, de mar y selva. Subes lentamente al desván por las escaleras de madera despintadas por el paso inadvertido de las horas y los peldaños protestan aun bajo tus tenues pisadas. Un rumor distante de olas mece las palmeras en cadencias caribes y te va arrullando hacia las inhabitables cavernas del pasado. Comparsas de motas de polvo bailan en la luz y las volutas del incienso del tiempo le van concediendo al recinto una vida casi sacra. El haz luminoso desciende a través del espacio y se deposita como ave mansa sobre el baúl, cubierto de una densa costra de olvido, ese arcón que abarrotaste de recuerdos arrumados, ese portal hacia una dimensión de tu vida que guardaste hace muchos años, cuando aun te vencía la urgencia y te traicionaba la imaginación, cuando soñabas al amor y jugabas a las escondidas con las esperanzas. Lo abres con reverencial ilusión y suave diligencia, mientras te baña el éter sutil de las esporas milenarias y del inquieto aroma del ayer, ese, el del fuego en la piel y latidos en las entrañas. Miras en el silencio de tus memorias, cómplices de tu condena, y tu perfil plomizo rebota de los cristales antiguos rescatados del abandono, devolviéndote una sonrisa con la música interior de quien tiene el claro propósito de recordar sin tregua ni descanso. El néctar gélido de tu copa de Pinot Grigio, te inunda a ráfagas, a las que te rindes sin explicación alguna, pues ya hace muchos años que dejaste de buscar lógicas; yo fui el espejo incomprensible de tus temores de sucumbir a delicias recién descubiertas, cuando reproduje a escala mis sueños en de los tuyos. Necesité mucho dolor para no sentir el vacío que me dejó el desorden voluntario de minutos que nos inventamos. Pero en el afán de mantener el sosiego postizo, olvidaste que te amé con irresponsable abandono.
Ahora toda tu vida está apelmazada ante ti en las quebradizas cartas amarillas, sombreada en los dibujos de muñequitos de colores y caligrafía inocente, anudada en los rulitos de querubines rubios-hijos de tus hijos-, retratada en los álbumes de fotografías carcomidas por el salitre de los ciclos. Pero las circularidades alucinatorias de las memorias que no puedes tocar, están ahí, escondidas en el baúl secreto de tu espíritu y vuelven para acosarte como el aullido de un espectro. Esos recuerdos -los de la risa que me repicaba desde el alma cuando me tuviste por completo, los de tu pasión que impregnaba mi vientre de tus besos, los de mis deseos torturados por tus temores-, se te quedaron pegados en la piel, mientras todo lo demás siguió en su santo lugar, sin prisa ni ansiedad. Pero al final, tratando de recuperar las horas que se te extraviaron, regresas a tu centro, a éste sitio que en algún momento imaginamos, a éste mar cristalino de sirenas que nos hechizaron con su breve canto, a ésta franja infinita de arenas blancas y de palmeras bailarinas, a ésta casita de colores pasteles en el Caribe de tus sueños y de los míos, donde renacimos en un breve instante y donde terminarás de vivir sin más cárcel que la de las ánimas de nuestro amor tardío. Hoy, en medio de las barreras derrumbadas por el tiempo y la distancia, comprendes lo temerosos que fuimos de pactar con nuestra ventura, con nosotros mismos, seres adictivos de un querer nada convencional. ¿Quién dijo que era ilícito sentirse, soñarse, amarse? La intimidad de nuestras imaginadas caricias fue sagrada. La familiaridad de nuestros presentidos encuentros fue divina. Fuimos templos humedecidos de apetitos, santuarios que palpitaron de afán. Poseíamos de un lenguaje propio, lleno de ideas y de fantasías, de ligerezas y de profundidades, de todo y de nada. Jugamos a las palabras mágicas que solo nosotros entendíamos y que nos atraparon en un remolino sin coherencia aparente. Dominamos de lejos la magia del sol que, escondiéndose en el poniente, nos abrasó con su calor eterno. Lamiste suave las perlas liquidas con el dulzor del coco que se deslizaron por mi piel, me acariciaste apenas en la brisa salobre y como arenas del tiempo desaparecimos enlazados en las olas. Temblaste y yo también temblé, pero no de frío ni de pavor, sino ante la promesa lejana de labios juguetones, que exploraron cada centímetro, que buscaron, que encontraron. Fuimos cóncavo y convexo, ardor y paz. Fuimos tempestad, pero las latitudes nos volvieron calma. Nos tanteamos, como ciegos en la oscuridad, para rastrear en nuestras grutas algo que habíamos perdido en el caminar de nuestras vidas diarias. Jamás hablamos de uniones eternas, pues albergados en nuestro fugaz Universo paralelo, fuimos materia de emociones frenéticas, donde todo perdió su cotidiana dimensión y donde olvidamos nuestras dualidades en la playa llena de estrellas. Siempre esperamos que el destino acudiera en nuestro auxilio para vivir noches de insomnio y días de amor, pero ese afán endemoniado de no revolver el orden establecido de las cosas, nos consumió como el fuego que todo lo acaba por calcinar.

Y ya ves, al final, no se sabrá quién escribe éstas líneas, si tu o yo; y si soy quien las escribe, no se si están destinadas para ti o para mi. Dispersos quedan nuestros huesos marrones y caminos bifurcados por los aspavientos de un azar que no enfrentamos. Nunca sabrás que ando por ahí, vagando con mi cofre de memorias a cuestas, aguardándote; mientras tú, en alguna ribera marina en Belice, aun me esperas, hurgando en tu propio baúl invisible.

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